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    La intuición que se convirtió en discurso

    A través de su participación en el S.Pellegrino Young Chef Academy, Gabriela Sarmiento convirtió la competencia en un viaje interior: pasó de la intuición a la conciencia; transformó un plato en discurso y su experiencia en una reflexión sobre identidad y memoria latinoamericana.

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    Cuando Gabriela Sarmiento habló por primera vez con nosotros, preparaba lo que sería su participación en la competencia regional. Nunca un panameño había ganado esta competencia reservada para chefs menores de 30 años. Su voz todavía sonaba tímida, pero sus ideas ya eran precisas. No hablaba de “platos bonitos” ni de “inspiraciones creativas”, sino de sentido, de origen, de respeto.

    Decía que cocinar, para ella, era una forma de darle protagonismo a lo olvidado. Que quería trabajar con “productos de descarte”, no por rebeldía ni por moda, sino porque “detrás de ellos hay historias que nadie cuenta”. Era el germen de una visión que más tarde maduraría en torno a un concepto: la cocina como memoria colectiva.

    Su discurso inicial estaba lejos de los lugares comunes de la alta gastronomía. Cuando otros hablaban de innovación, ella hablaba de reparación. Cuando se discutía sobre técnica, ella insistía en el ciclo completo del producto: “Validar la vida de la gallina antes de su sacrificio”, decía al describir su plato, La Malquerida, elaborado a partir del pescuezo, los huesos y los óvulos inmaduros del ave. La frase parecía sencilla, pero contenía una idea poderosa: cocinar no era transformar un producto, sino cerrar su historia. Y con ella se transformó en la primera panameña en representar a Latinoamérica en la competencia global. 

    La memoria como método

    El centro de su discurso era la memoria, pero no entendida como nostalgia. En su caso, la memoria es un método: una herramienta para observar, investigar y conectar. Por eso, su proceso empieza siempre con preguntas —de dónde viene el producto, quién lo cultiva, cómo se usa, por qué dejó de usarse— y no con una receta. Su interés no está en lo que el ingrediente puede hacer por el plato, sino en lo que el plato puede decir del ingrediente.

    Durante aquella primera entrevista, Gabriela hablaba de la gallina de patio, del sancocho panameño, de la chicha fuerte de maíz tostado o de café. No lo hacía desde el costumbrismo ni la exaltación folclórica, sino desde la curiosidad técnica: cómo aprovechar el colágeno del pescuezo, cómo trabajar el óvulo, cómo lograr un caldo que respete la textura del hueso. Pero detrás de esa precisión había una intuición más profunda: cada producto guarda una historia sobre quiénes somos y cómo vivimos.

    Esa idea —la cocina como lenguaje de identidad— estaba ya presente antes de que llegaran las mentorías y los reconocimientos. Lo que las experiencias posteriores harían sería darle lenguaje y conciencia a lo que antes era intuición.

    Porque la Gabriela de entonces no hablaba de política ni de filosofía, pero sus ideas se enmarcaban en una corriente mayor: la de los cocineros latinoamericanos que entienden su oficio como una forma de narrar territorio. En esa primera conversación, mencionó a Mario Castrellón, Cantina del Tigre o Lo Que Hay como referentes de un movimiento que comenzaba a pensar la cocina panameña con sentido de pertenencia. Dijo que admiraba a quienes estaban “expresando lo que tenemos de la mejor manera”. Lo importante no era la cita, sino la lógica: no buscaba competir, sino dialogar.

    Gabriela ya percibía que su trabajo formaba parte de algo más amplio: una generación que dejaba de mirar hacia afuera para empezar a reconocerse. En ella, la memoria no se mira hacia atrás: mira hacia adentro.

    La evolución de Gabriela no fue una transformación radical, sino un proceso de articulación. Lo que cambió no fue su esencia, sino su capacidad para nombrarla. En las semanas previas a su presentación, las conversaciones con chefs latinoamericanas más experimentadas —en espacios como el almuerzo de Caleta— le dieron lenguaje, estructura y validación a su propia mirada.

    En esa reunión informal, entre platos panameños reinterpretados, se habló de temas que parecían pequeños, pero que resonaron profundamente en ella: el respeto al animal, el sentido del sacrificio, la estacionalidad como ética y no como moda, el acto de cocinar como servicio. Una de las mentoras dijo: “La cocina latinoamericana es milenaria; primero narrativa, luego técnica”. Otra añadió: “Cocinar es servir, cuidar, sanar”.

    Gabriela escuchaba más de lo que hablaba, pero algo en esas frases encajó con lo que ya hacía sin teorizarlo. Lo que esas mujeres le ofrecían no era conocimiento nuevo, era coherencia.

    Las chefs Dolli Irigoyen y Janaina Torres estuvieron en Panamá acompañando a Gabriela Sarmiento durante su proceso de preparación para la gran final del S.Pellegrino Young Chef Academy, y la guiaron con mentoría y sensibilidad para consolidar su visión sobre la memoria y la identidad en la cocina latinoamericana.

    A partir de entonces, comenzó a describir su plato no como resultado: era como discurso; un sistema de símbolos. La Malquerida pasó de ser un ejercicio de aprovechamiento a un manifiesto. Nada de eso nació en Milán. Pero el encuentro con las mentoras le permitió entender que no estaba sola; que su manera de pensar no era una excepción individual, era una extensión de una tradición oral que atraviesa a las cocineras de la región.

    Esa fue su verdadera madurez: pasar de la intuición a la conciencia. Entender que su cocina podía sostener una conversación con el tiempo. Que ese diálogo no dependía de un escenario internacional: dependía de la capacidad de mirar su entorno con precisión ética.

    De la práctica al discurso

    Cuando hoy se habla de Gabriela Sarmiento se suele subrayar el hecho de que representó a Latinoamérica en una competencia global. Pero su verdadero aporte no se mide por los jurados, sino por su manera de pensar la cocina panameña contemporánea.

    En ella, la memoria no es romanticismo; es estructura. Cada receta parte de un proceso de observación, de investigación y de vínculo con productores.

     La diferencia entre la Gabriela que se preparaba para ir a una clasificatoria y la que hoy defiende su proyecto no es de repertorio, es de enfoque. Antes su intuición la llevaba a crear; ahora su experiencia le permite sustentar lo que crea. Su narrativa se volvió consciente: sabe que cada ingrediente tiene un pasado, pero también un destino, y que su papel como cocinera es articular ambos.

    Esa madurez se nota en su manera de hablar: evita la grandilocuencia, se detiene en los detalles. Rechaza la idea de la cocina como espectáculo o artificio. No pretende reinventar nada: quiere entender. En ese gesto de observación se resume toda su evolución.

    Por eso, cuando se dice que Gabriela “cocina memoria” no se trata de una etiqueta poética. Es una descripción precisa de su método y su propósito. Su plato no busca elevar lo popular a la categoría de alta cocina: quiere demostrar que lo popular ya contiene la alta complejidad de una cultura.

    Por eso hoy su cocina se sostiene en una convicción que la acompaña desde su primera entrevista: la comida puede ser un medio de comunicación entre generaciones. Lo que antes intuía en silencio —que cada plato puede contar una historia— se ha convertido en su herramienta de trabajo. Su relación con las mentoras no cambió su rumbo; lo consolidó. Ese tránsito —de la voz tímida a la voz propia— es el verdadero viaje.

    A diferencia de muchos cocineros que miden su éxito por la visibilidad, Gabriela mide el suyo por la coherencia entre lo que dice y lo que hace. Su fortaleza está en la mirada, no en el volumen. En la capacidad de construir una narrativa que combina memoria, técnica y conciencia.

    Su cocina, como ella, creció hacia adentro. Y quizás por eso, cuando se le pregunta qué la mueve, responde sin pretensión que lo importante no es reinventar la tradición, sino escucharla. 


    Fotos cortesía

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