No hay brújula clara. Ese parece ser el diagnóstico más certero del mundo actual. Después de décadas de relativa estabilidad internacional marcada por alianzas sólidas, comercio multilateral y reglas predecibles, el sistema global parece atravesar una fase de transición radical. El equilibrio entre democracias liberales y potencias autoritarias ha comenzado a desdibujarse, mientras se multiplican los puntos de tensión.
Europa lo percibe con especial intensidad. La reciente cumbre de la OTAN en La Haya fue más que un encuentro diplomático: fue una advertencia. Con Donald Trump de nuevo en la Casa Blanca desde enero de 2025, los países miembros decidieron elevar su gasto en defensa del 2 % al 5 % del PIB para 2035. No se trata solo de un ajuste presupuestario, sino de una transformación profunda en la percepción de seguridad continental. El salto implica más de 2.7 billones de dólares adicionales anuales a nivel colectivo. Alemania deberá sumar más de $300.000 millones; Francia, más de $200.000 millones. Polonia, por su parte, ya gasta el 4.7 % y marca el ritmo de una nueva era de rearme.
“No es un juego: son decisiones que afectan vidas, mercados y equilibrios internacionales”.
Frida Ghitis, Analista internacional
El motivo de fondo no es Rusia solamente, aunque Moscú ha incrementado su presupuesto de defensa en un 25 % para 2025, representando el 6.3 % de su PIB. La amenaza real, o al menos más desconcertante, proviene de la ambigüedad de Washington. Trump ha puesto en entredicho el compromiso fundacional de la OTAN, el artículo 5, que establece la defensa mutua en caso de ataque a uno de sus miembros. Durante su primer mandato ya sugirió que EE. UU. podría no intervenir si el país afectado no cumplía con sus “cuotas de defensa”. Hoy, como presidente reelegido, mantiene el mismo tono. “Trump ha dicho que si un miembro de la OTAN es atacado, a lo mejor, tal vez sí, tal vez no, se van a meter”, dijo Frida Ghitis,analista internacional, quien advirtió que esa incertidumbre mina la disuasión que ha mantenido la paz en Europa durante más de 70 años.
La reconfiguración del sistema no solo ocurre en el plano militar. También está en el discurso. El regreso del populismo, en distintas variantes ideológicas, tiene un común denominador: la nostalgia. En Estados Unidos, “Make America Great Again” apela a un pasado en el que un sector privilegiado de la población —hombres blancos, propietarios, mayoritariamente conservadores— sentía que el país giraba a su alrededor. “Trump fue capaz de articular esa visión de tal forma que atrajo suficientes votantes para ganar las elecciones”, reflexiona Ghitis, aludiendo a cómo el expresidente capitalizó el temor al cambio durante la recuperación de la crisis de 2008 y las olas de terrorismo islámico que sacudieron al mundo.
En Rusia, Vladimir Putin no oculta su añoranza por la Unión Soviética. Ha llegado a decir que su colapso fue “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”. Esa narrativa impulsa sus decisiones más agresivas, desde la anexión de Crimea hasta la guerra en Ucrania, pasando por una progresiva militarización de la economía rusa. Para la académica, ese impulso expansivo no terminará con Ucrania. “Muchos europeos están absolutamente convencidos de que Putin, cuando se acabe la guerra en Ucrania, va a seguir marchando. Sus principales objetivos estarían en los países bálticos”, advirtió.
Donald Trump, en su segundo mandato, enfrenta un tablero internacional fragmentado, donde sus movimientos buscan reposicionar a Estados Unidos como potencia dominante, con estilo directo y apuestas de alto riesgo.
El nuevo poder del autoritarismo
A diferencia de las democracias liberales, donde el disenso es parte de la norma, los regímenes autoritarios han fortalecido sus pactos tácitos. China, Rusia e Irán, aunque con diferencias evidentes, operan bajo un modelo común: centralización del poder, control férreo de la disidencia y una estrategia geopolítica paciente. “Se ha formado una alianza tácita entre dictaduras… Es un modelo que atrae a ciertas personas en democracias donde la gente no siente que el sistema les está dando lo que quisieran”, afirmó Ghitis, sugiriendo que el atractivo del autoritarismo no reside tanto en la ideología, sino en la percepción de orden.
China, sin estridencias, ha extendido su influencia en África, Asia Central y, sobre todo, América Latina. La región, que tradicionalmente estuvo bajo el paraguas diplomático y comercial de Washington, ha sido el escenario silencioso de una avanzada económica sin precedentes. El comercio entre China y los países de la Celac superó los 500.000 millones de dólares en 2024. Solo en el Caribe, firmas chinas operan más de 30 puertos activos. En Cuba se han instalado 55 parques solares. Mientras tanto, Estados Unidos oscila entre la reacción aislada y la presión puntual.
Panamá es un caso revelador. Desde que estableció relaciones con China en 2017, ha recibido miles de millones de dólares en inversión. El Canal, enclave estratégico por excelencia, se convirtió en foco de competencia geopolítica. En 2025, bajo presión de Washington, el Gobierno panameño anunció que no renovaría su participación activa en la Iniciativa de la Franja y la Ruta. “Fue asombroso que Trump hiciera esos comentarios sobre el Canal”, dijo Ghitis. “Así como habló de Groenlandia. Esta retórica del siglo XIX de capturar territorios”. Aunque dudó que se materialice, advirtió que esas declaraciones ejercen una presión directa sobre la política exterior panameña.
Vladimir Putin juega con paciencia y cálculo, moviendo piezas con visión de largo plazo. Su estrategia combina poder territorial, narrativa histórica y control, tanto dentro como fuera del tablero global.
En río revuelto…
Este escenario de tensión se amplifica por una variable transversal: la tecnología. El mundo está más conectado que nunca, pero también más fragmentado. La digitalización ha reducido la pobreza, ampliado el acceso a servicios y democratizado la información. Sin embargo, ha generado nuevas formas de desigualdad y ansiedad. La inteligencia artificial, próxima gran disrupción, ya plantea desafíos éticos, laborales y sociales. “La transición siempre trae incertidumbre. Y siempre hay quienes añoran los tiempos pasados”, sintetizó Ghitis, consciente de que ese vacío es el terreno fértil donde prosperan los relatos populistas.
La paradoja del momento es que la interdependencia global no ha impedido el avance del aislamiento estratégico. Los bloques comerciales se endurecen. Las cadenas de suministro buscan relocalización. Los tratados multilaterales se estancan. En ese ambiente, los liderazgos carismáticos y disruptivos encuentran espacio para crecer. Lo hicieron en Europa tras la crisis de los refugiados, en América Latina tras las olas de corrupción, en Estados Unidos tras la recesión financiera de 2008. Hoy, frente a una nueva ola de temor global, se consolidan.
No se trata únicamente de ideologías, sino de percepciones. La promesa de seguridad, aunque imprecisa, seduce más que la complejidad de la gobernanza democrática. Es una lección que los populistas han aprendido bien: basta con identificar al “enemigo” y ofrecer una salida rápida, aunque ilusoria. Trump, Putin y Xi representan tres versiones de esa estrategia. El primero, con discursos nacionalistas erráticos, pero poderosos. El segundo, con una hoja de ruta nacionalista sostenida en el tiempo. El tercero, con una paciencia estratégica milenaria.
La pregunta no es solo hacia dónde va el mundo, sino quién lo liderará. Si el siglo XX se definió por el enfrentamiento entre modelos antagónicos, el XXI parece configurarse como una lucha entre la previsibilidad y la incertidumbre. Y por ahora, la incertidumbre lleva la delantera.
Fotos de AFP