El mundo nunca había vivido tanto. En pocas décadas, la esperanza de vida se ha extendido a niveles que nuestros abuelos apenas podían imaginar. La medicina, la tecnología y las condiciones de vida nos regalan años extra, pero la paradoja es evidente: mientras sumamos tiempo biológico, seguimos atrapados en prejuicios culturales que apenas se mueven.
El estudio global Attitudes to Ageing 2025 de Ipsos, realizado en 32 países, confirma que las percepciones sobre la vejez se han quedado congeladas. En promedio, los encuestados creen que alguien empieza a ser “viejo” a los 66 años, exactamente el mismo umbral registrado en 2018. El dato más inquietante es que en Latinoamérica, lejos de avanzar, retrocedimos: en países como México, Perú o Colombia, hoy se considera viejo a alguien más joven que hace siete años.
La contradicción no es solo numérica, también es emocional. Apenas un 38% de los consultados en el mundo dice esperar con ilusión la vejez, frente a un 57 % que no lo hace. En nuestra región, la desilusión es aún más marcada: en Argentina, Chile o Colombia, menos de un tercio de la población mira con optimismo el futuro. La comparación con Asia resulta reveladora: en Indonesia y Filipinas más del 80 % confiesa esperar la vejez con entusiasmo. La brecha cultural muestra que el envejecimiento no se vive igual en todas partes; depende de los recursos, de la confianza en el sistema de salud, de las redes familiares y, sobre todo, de la visión de futuro de cada sociedad.
Lo interesante es que la ilusión por envejecer no se reparte de forma homogénea. Según Ipsos, crece entre quienes tienen mayores ingresos, más años de educación y, por supuesto, mayor distancia de la edad considerada como vejez. En otras palabras, la vejez no se mide en años, sino en desigualdad. Para los que logran envejecer con respaldo económico y redes de apoyo, el futuro se anticipa como un privilegio; para los demás, como un riesgo.
El peso del ‘tiempo correcto’
El estudio también revela que, aunque vivimos más, seguimos atados a una idea rígida del calendario social. Los encuestados consideran que la edad ideal para casarse o tener un hijo está entre los 28 y 35 años; para comprar vivienda, alrededor de los 30; y para iniciar estudios universitarios, los 21.
En Europa y algunos países anglosajones la visión empieza a flexibilizarse. En Irlanda y el Reino Unido, más de la mitad de los encuestados cree que nunca es demasiado tarde para iniciar una carrera universitaria. En nuestra región, en cambio, la tolerancia es menor: quien estudia tarde, se casa después de los 40 o tiene hijos después de lo socialmente esperado suele ser objeto de juicio o incomodidad. La narrativa del “tiempo correcto” se convierte en una jaula cultural que no solo condiciona las decisiones individuales, sino también la manera en que los mercados diseñan productos, servicios y hasta políticas públicas.
Este fenómeno conecta con un aspecto clave para los negocios: la demanda de productos financieros, de salud o de consumo sigue modelándose en función de una cronología que no refleja la realidad. Si las generaciones jóvenes están retrasando cada vez más la edad para comprar vivienda o tener hijos, seguir construyendo estrategias bajo el viejo “reloj social” es, en términos de mercado, un error de cálculo.
El rostro económico del edadismo
Más allá de los hitos vitales, el informe destapa una realidad incómoda: el edadismo. Tres de cada diez encuestados creen que alguien puede gobernar a cualquier edad, pero la mayoría establece límites. El umbral de confianza se rompe en los 61 años. Lo paradójico es que en 16 de los 32 países encuestados, el líder actual ya superó ese límite. Es decir, la percepción de las sociedades no coincide con la realidad política.
La desconfianza también alcanza a las profesiones. Para la mayoría, un piloto de avión no debería pasar de los 54, un cirujano de los 58 y un CEO de los 61. Sin embargo, buena parte de los ejecutivos más influyentes y de los presidentes de multinacionales superan esas edades, y lo mismo ocurre con cirujanos reconocidos. El mercado laboral, que cada año incorpora más trabajadores mayores, se encuentra con una contradicción: mientras la economía necesita experiencia, la sociedad la descarta por prejuicio.
Este dato es especialmente relevante para América Latina, donde los sistemas de pensiones y la sostenibilidad fiscal obligan a extender la vida laboral. Panamá no es la excepción: la discusión sobre la Caja de Seguro Social y la edad de jubilación se vuelve aún más tensa cuando la percepción cultural considera que a los 60 o 65 ya se es demasiado viejo para trabajar o liderar. La batalla no es solo financiera, también narrativa: sin un cambio cultural, cualquier reforma se enfrentará a un muro de resistencia social.
En Latinoamérica, jubilarse no siempre significa retiro digno: para muchos es perder ingresos, caer en la informalidad o depender de la familia. La desigualdad marca la percepción de la veje
Aquí entra un factor clave para entender la diferencia con otras regiones: la desigualdad. En Europa, jubilarse suele ser sinónimo de estabilidad; los sistemas de pensiones garantizan que la vejez se viva con un mínimo de seguridad económica. En América Latina, en cambio, jubilarse a menudo significa perder ingresos, entrar en la informalidad o depender de la familia. La encuesta de Ipsos lo refleja de manera indirecta: el entusiasmo por la vejez crece entre quienes tienen más recursos, y se desploma entre los sectores de bajos ingresos. La vejez, en nuestra región, se percibe menos como un logro vital que como una condena financiera.
En Panamá y el resto de Latinoamérica, la relación entre jubilación y percepción de la edad es clara: cuanto más precario el retiro, más temprano sentimos que llega la vejez. Si la mayoría cree que la vida laboral termina a los 60 o 65 años, pero los sistemas de pensiones no aseguran calidad de vida, entonces la vejez se convierte en un horizonte temido. No sorprende que en nuestra región el optimismo por envejecer sea uno de los más bajos del mundo.
La verdadera oportunidad de la longevidad no se mide en la cantidad de años adicionales, sino en la capacidad de transformar esos años en vida productiva, activa y socialmente valiosa. Panamá y el resto de Latinoamérica tienen frente a sí un desafío cultural y económico: dejar de concebir la vejez como un costo y empezar a verla como un motor. Según Ipsos, más del 57% de la población mundial no espera con ilusión su vejez, y en nuestra región esa percepción negativa es aún mayor. Ese dato debería encender alertas: sin confianza en el futuro, los sistemas de pensiones colapsan, la productividad se reduce y el consumo se estanca.
El mercado ya ofrece pistas. Hoy, el promedio global proyecta 12 años de vida en vejez; en América Latina, esos años suelen vivirse con menos recursos, menos salud y más estigma. Transformar esa realidad exige rediseñar sistemas financieros que acompañen carreras laborales más largas, servicios de salud que prioricen prevención y, sobre todo, estrategias de negocio que reconozcan que los mayores de 60 años no son una carga, sino consumidores activos y ciudadanos influyentes.
La longevidad, al mismo tiempo, es riesgo y oportunidad. Ignorarla nos condena a desperdiciar un capital humano creciente; aprovecharla puede convertirse en el nuevo dividendo económico de la región. Porque al final, la conversación que debemos abrir no es cuántos años vamos a vivir, sino qué valor social, cultural y económico queremos dar a cada año vivido.
Cifras clave de la vejez en latinoamérica
- 66 años
edad en que el mundo considera que comienza la vejez (sin cambios desde 2018). - 57 %
no espera con ilusión la vejez; en Chile y Argentina, la cifra es aún más alta. - 30 % vs. 8 %
lo que creen los mexicanos que es la población mayor de 65 años frente a la realidad. - 28-35 años
edad ‘ideal’ en que la mayoría cree que se deben cumplir los hitos vitales (matrimonio, hijos, vivienda). - 61 años
el límite cultural para que un líder político siga en funciones, aunque en 16 países los mandatarios actuales ya superan esa edad. - 12 años
promedio global de “vida en vejez” entre el momento en que uno se siente viejo y la esperanza de vida.
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