Gathii camina despacio, con elegancia, con la seguridad que le confiere ser el jefe de la boma, un poblado masai asentado al norte del lago Manyara (Tanzania).
Sonríe al comprobar nuestro rictus, aún impactado, al contemplar la “ceremonia de la cabra” con la que nos han recibido. Intentamos disimular improvisando un gesto de cotidianidad, aunque durante mucho tiempo recordaremos cómo, en nuestro honor, un guerrero masai ha segado la yugular del animal en menos de un segundo.
El jefe nos ofrece divertido un cuenco metálico mil veces abollado, con la sangre aún caliente del animal; un superalimento. Seguro de que lo rechazaremos, se regodea insistiendo. El resto de los hombres de la tribu esperan con educación nuestra negativa para quitarse de las manos el manjar mientras ríen ante nuestra cara de repugnancia.
Son altos, esbeltos, de caderas estrechas, guapos y exóticos, orgullosos de su pueblo y sus tradiciones. Visten shukas, mantas de colores vivos que se anudan sobre el hombro. Casi todas son de cuadritos negros sobre fondo rojo, azul o púrpura; cada color tiene su significado, el rojo de Gathii es el símbolo de la valentía y la protección, y hace que su piel azabache se ilumine bajo una enorme sonrisa nacarada.
La visita mzungu (blancos) atrae a los niños que corretean a nuestro alrededor y nos saludan levantando la mano con el universal gesto de “choca los cinco”.
Las mujeres llevan la cabeza rapada a cuchilla, visten telas de colores luminosos, collares de abalorios y pendientes largos. Discretas y tímidas, observan la escena desde un segundo plano.
Gathii tiene una sola mujer, de momento, y tres hijos. Cuando tenga diez vacas más podrá tener una segunda esposa.
Pide que le sigamos a su manyatta, una choza construida con excremento de animal, paja y barro. Nos invita a acomodarnos y nos advierte de que nos esperan unos segundos de ceguera antes de que nuestra vista se acostumbre a la oscuridad interior, apenas interrumpida por la tenue luz que se cuela traviesa por unos ventanucos minúsculos.
El habitáculo se reparte en dos pequeñas estancias sin puertas, elevadas más de medio metro sobre el suelo. Así, bajo el camastro de madera hay espacio para guardar alimentos que se mantienen frescos a pesar del horno que se respira en el exterior.
El jefe elogia las manos de las mujeres que han construido la cabaña. Siempre lo hacen ellas, los hombres se encargan del pastoreo.
Su lengua natal es el maa, pero también habla suahili y un correcto inglés aprendido en la escuela con el que nos comunicamos. Como todos los niños y niñas de la boma, él recorría de chico más de ocho kilómetros de ida sobre caminos polvorientos, y otros tantos de vuelta bajo un sol que cae a plomo, para llegar a la escuela. La educación es fundamental, nos explica, “una persona sin educación es como una cebra sin rayas”.

Se toma tiempo para hablar, su mirada transmite serenidad, reflexiona y elige las palabras con cuidado. No hay prisa; pole pole.
Conoce el mercado, los restaurantes, las casas, pero por nada del mundo cambiaría su boma por la ciudad.
No me resisto a preguntarle si tiene móvil, como si esta mzungu no concibiera la vida sin este nuevo órgano vital.
Allí no tienen ni agua corriente, ni electricidad, un móvil serviría de poco, pero no lo necesita. Nos dice que sabe la hora con solo mirar al sol, y ya habla con sus amigos todas las noches alrededor del fuego. Es uno de los mejores momentos del día. En la ciudad la gente va como loca, corriendo cómo búfalos en estampida, no tienen tiempo para nada, ni siquiera para sus familias. Un aparato de esos solo trae preocupaciones.
—¿Y ti qué te preocupa?— pregunto a Gathii.
—Las hienas, eso es lo peor. Para evitar que ataquen nuestro ganado hacemos turnos para vigilar los animales.
Insisto, ¿y algo más? Como si el ataque de esta bestia carroñera no me pareciese suficiente.
—Realmente no, si una cosa me da dolor de cabeza y puedo hacer algo me ocupo, si no puedo hacer nada me despreocupo.
Un muchacho interrumpe la conversación y nos trae una pata asada de la cabra sacrificada que no sabemos ni por dónde coger.
Los masai solo comen carne, su cara de asco deja claro qué opina del pescado, no lo ha probado nunca ni piensa hacerlo.
—Aquí tenéis todo lo que necesitáis,— sentencio con un poco de osadía.
Él me corrige: queremos todo lo que tenemos.
—¿Te gustaría conocer otro país?
—No creo, pasaría mucho frío.
Gathii desmenuza con sus manos la pata de cabra y lo reparte para que nos demos un festín de proteínas. Nos explica que comen antes de su ritual de saltos para tener energía. Para ellos saltar es soñar, explorar nuevos horizontes, mirar el mundo desde ahí arriba con ojos de niño, sin límites.
Comemos en silencio, sintiéndonos un poco masáis, analizando sus reflexiones, masticando su filosofía, paladeando con gusto esta parada en el tiempo, este regreso a los orígenes de la humanidad.
Texto y fotos por Ana Arenaza
Corresponsal en España