lunes, octubre 13, 2025

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    La vieja Habana llora

    El paseo por el Malecón le calienta el espíritu y le refresca la memoria; desde allí ha visto acercarse al faro del Morro a mercantes de todo el mundo, piratas en busca de tesoros y cruceros cargados de turistas.

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    Con más de 500 años a sus espaldas, todo son achaques; su corazón late a ritmo de bolero cansado, sus muros de colores están agrietados y se le caen hasta los balcones; soporta mal el calor y se fatiga al respirar, ¡maldita humedad! La piel le huele a sal y sus labios son dulces como la caña de azúcar. Está cansada, pero viva, indomable y coqueta, orgullosa de sus cicatrices y sus sonrisas, plagada de contradicciones es ruina y belleza, carencia y abundancia. Le duele la memoria de lo que fue, la Perla del Caribe, pero sobre todo se le parte el alma al ver a sus hijos exhaustos, desencantados y sin esperanza.

    Casi agradece que las cataratas que visten sus ojos no la dejen percibir con nitidez los cabarets apagados, las farolas fundidas y los emblemas de un antaño colonial reducidos a escombros.

    La vista le va fallando, pero su oído permanece tan fino como siempre, y escucha, aunque no quiera, que la paga no da ni para comprar un huevo al día, que ha vuelto a subir el pollo y con la cartilla solo te dan un pedazo de pan más duro que una piedra. Hace mucho que no ven el arroz.

    Sabe que los jóvenes solo piensan en irse, que ya no pueden más, ¿para qué van a la universidad si luego no hay trabajo de lo suyo? Si los médicos no tienen vendas ni los farmacéuticos aspirinas. Y lo peor es que no pueden ni quejarse porque los llevan presos.

    Recuerda los tiempos de esplendor cuando los españoles cruzaban el océano para hacer las Américas y volvían a casa con los bolsillos repletos de plata. Ahora son sus chicos los que buscan lejanos puertos, aunque antes de zarpar ya están soñando con volver.

    Frunce el ceño y con gesto disimulado se retira las lágrimas mientras se traga la congoja. No quiere que la vean llorar. Los tiempos difíciles no van a poder con ella, resistirá los envites como lo ha hecho con tormentas tropicales, ciclones políticos y huracanes económicos. La mirada al Atlántico azul y la brisa juguetona que acaricia su cara suavizan su amargura y apaciguan el desasosiego. El paseo por el Malecón le calienta el espíritu y le refresca la memoria; desde allí ha visto acercarse al faro del Morro a mercantes de todo el mundo, piratas en busca de tesoros y cruceros cargados de turistas.

    El cañonazo de las nueve la saca de sus ensoñaciones, trasladándola a una época de lejano esplendor: aquellos maravillosos años en los que el disparo anunciaba el cierre de las puertas de la muralla al caer la noche para protegerse de avariciosos invasores. Fue entonces cuando se enamoró del mayoral de un ingenio azucarero que paseaba en un quitrín tirado de un aristocrático caballo andaluz.

    La cúpula dorada del Capitolio exhibe orgullosa su
    esqueleto de piedra. El mármol mudo guarda secretos
    de poetas, trotamundos y revolucionarios.

    Con pudor recuerda que después perdió la cabeza por un gringo que conducía un Chevrolet beige a juego con su sombrero; parecía una estrella de Hollywood protagonista de noches de boleros, lentejuelas y aves exóticas del Tropicana. Se sonroja al pensar que años más tarde cayó en brazos de un militar ruso que conducía un Lada verde, ¡qué bien le sentaba el uniforme! Aún no se explica cómo funcionó aquello; él tan frío, ella tan cálida.

    Pero por encima de todos entregó su corazón a un comandante revolucionario. Listo como el hambre, con facilidad de palabra, ¡qué cosas le decía! cautivador, tenaz, desafiante, un poco mandón, amante apasionado, y como todos los Leo, orgulloso. Muy orgulloso. ¡Ay, si levantara la cabeza! Estos de ahora no han entendido nada, primero ellos y luego ellos. Él siempre estuvo dispuesto a la lucha y al sacrificio “patria o muerte”. Y ahora ¿dónde queda el pueblo? Se han olvidado de lo más importante. Urgen aires nuevos, torrentes que purifiquen las calles y vientos que despierten esas conciencias tan dormidas.

    Enciende un habano que moja en miel para suavizar el paladar. Sabe que el doctor se lo prohibiría, pero no se va a enterar, ni de eso ni del dedal de ron con el que acompaña el momento.

    Del hotel del Boulevard sale un envidiable olor a ropa vieja y a congrí que se mezcla con salsa de chachachá.

    Respira profundo y mira al cielo buscando entre las estrellas una respuesta, algo que le indique que después de ser deseada, usada y olvidada, aún tiene esperanza; que todavía hay posibilidad de reinventarse, de crear un futuro esperanzador, de escribir una nueva página de su historia. Reescribir, repite en voz alta…

    Se levanta y corre todo lo que da de sí su cadera oxidada que se bambolea como una maraca al compás de una banda que suena lejana. “Si te quieres por el pico divertir cómete un cucuruchito de maní…”.

    Del hotel del Boulevard sale un envidiable olor a ropa vieja y a congrí que se mezcla con salsa de chachachá, lo único que provoca una sonrisa a esa juventud que se sienta en las calles a no hacer nada. Hay días que solo comen estrofas masticadas a capela, y repitiéndolas una y otra vez intentan disimular que el estómago sigue vacío y el corazón lleno de quebrantos. “Guantanamera, guajira guantamera, yo soy un hombre sincero de donde crece la palma…”.

    Los depósitos de los automóviles esperan sedientos que llegue ese combustible que se hace de rogar.

    Camina deprisa calle Empedrado abajo. La Bodeguita del Medio la recibe con una rumba intensa y sensual. Allí no ve al hombre que busca. A buen seguro estará en el Floridita acodado en la barra como si fuese parte de la decoración.

    Lo sabía. Ernest está donde siempre, en su esquina preferida del cuadrilátero con su inseparable caña de pescar, gafitas de intelectual, barba recortada y esa eterna sonrisa pegada a una copa de daiquirí congelado.

    Si él, el Gigante Hemingway, sabe como nadie construir obras magistrales, también podrá crear un nuevo relato que alivie a los viejos e ilusione a los jóvenes.

    Él no la fallará, sabrá contarles un cuento de color esperanza que frene el ahogamiento y al menos les permita fantasear a ratitos. Escritor de cientos de libros, autor de millones de frases a buen seguro no tendrá problema en borrar alguna letra. Solo una.

    El encargo será sencillo: para dar un giro narrativo a esta historia que ya roza la tragedia le solicitará, más bien, le rogará, que haga desaparecer de una vez y para siempre la “r” de esta caduca y obsoleta “revolución”.


    Texto y fotos por Ana Arenaza
    Corresponsal de Investor Lifestyle en España

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