lunes, octubre 13, 2025

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    Cuando el vino pierde grados

    Los vinos sin alcohol irrumpen en el mercado con fuerza: promesas de bienestar, nuevas audiencias y coyunturas fiscales favorecedoras. Pero ¿responden a un cambio profundo en el consumo o son una apuesta comercial que podría diluir la identidad del vino tradicional?

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    El ritual parece idéntico: descorchar, servir, girar suavemente la copa y observar cómo la luz juega entre tonos rubís o dorados. Pero, hay una diferencia crucial: la ausencia de alcohol. Los vinos sin alcohol, que hace apenas una década parecían una curiosidad más que una alternativa seria, hoy aparecen en góndolas de supermercados, cartas de restaurantes y en discursos de bodegas que no quieren quedar afuera de la transformación global.

    ¿Estamos ante una tendencia genuina que refleja nuevas sensibilidades o frente a una estrategia de marketing que aprovecha el halo de “saludable” del 0.0? En la industria vitivinícola, donde la tradición pesa tanto como el sabor, ese cuestionamiento parece inevitable.

    El mercado global de vinos sin alcohol no es ya un segmento residual. Según el informe de Fact.MR, este mercado registró en 2024 un valor superior a los 4.000 millones de dólares y proyecta tasas de crecimiento anual superiores al 8 % hasta 2030. Straits Research coincide: los vinos desalcoholizados y bajos en graduación serán una de las categorías más dinámicas en la próxima década.

     En Europa, el fenómeno es visible. Alemania y el Reino Unido lideran el consumo de bebidas low & no alcohol. En este último, la política fiscal escalonada según grados alcohólicos ha impulsado a productores a innovar en vinos más ligeros. En paralelo, Asia-Pacífico emerge como motor de crecimiento, con consumidores jóvenes dispuestos a explorar nuevas formas de socializar sin alcohol como requisito.

    En América Latina el ritmo es más pausado, pero ya hay señales. En Argentina, la enóloga Susana Balbo lanzó su línea Crios Sustentia, con entre 8 y 9 grados de alcohol, apuntando a consumidores que buscan equilibrio entre disfrute y bienestar. En Mendoza, varias bodegas experimentan con “vinos livianos” y versiones 0.0, aunque todavía representan una fracción mínima del mercado. Chile y México también exploran alternativas, más vinculadas a la exportación que al consumo interno.

    Lo que mueve esta corriente no es únicamente la innovación enológica, sino un cambio cultural más amplio. La generación Z y los millennials beben menos que generaciones anteriores, y priorizan hábitos saludables, deportes y experiencias sin resaca. A esto se suma el auge del movimiento sober curious y del mindful drinking, que propone relacionarse con el alcohol de forma consciente. El vino sin alcohol se inscribe en esa ola, compitiendo en un escenario donde ya triunfan la cerveza sin alcohol, los mocktails y bebidas como la kombucha.

    Las nuevas generaciones impulsan el auge de los vinos sin alcohol: priorizan salud, experiencias y coherencia cultural, y desafían a las bodegas a innovar sin perder autenticidad ni tradición enológica.

    Entre innovación y escepticismo

    Las bodegas que se animan en este camino están invirtiendo en tecnología para desalcoholizar sin sacrificar calidad: ósmosis inversa, columnas de conos rotativos y destilación al vacío, son algunos de los métodos más usados. El desafío es conservar aromas, estructura y complejidad sin el soporte del alcohol. No siempre lo logran.

    El debate se enciende entre defensores y críticos. Para algunos especialistas, un vino sin alcohol es apenas una bebida de uva sofisticada que se aprovecha del prestigio de la categoría. “El vino sin alcohol corre el riesgo de ser percibido como un simulacro, un producto que usa las mismas ropas, pero que no transmite la esencia”, advierte un columnista de Forbes Argentina en un artículo reciente.

    La desconfianza también viene de consumidores tradicionales. Para ellos, un malbec 0.0 es una contradicción. El vino es fermentación, terroir e historia, y en esa alquimia el alcohol ha sido parte inseparable. Sin embargo, quienes apoyan esta nueva categoría argumentan lo contrario: se trata de ampliar el acceso. Embarazadas, personas con restricciones médicas o consumidores que por razones religiosas no beben, pueden integrarse al ritual del vino sin quedar al margen.

    El diseño de las etiquetas desafía los convencionalismos de la industria y busca atraer a nuevas generaciones que valoran la autenticidad y la conexión emocional con la marca.

    Algunas experiencias incluso han sorprendido. En una cata organizada por El País, la sumiller Rocío Benito y el enólogo Juan Carlos Vidarte probaron blancos, tintos y espumosos desalcoholizados y concluyeron que, aunque no reemplazan al vino clásico, ciertas versiones alcanzan una dignidad sensorial inesperada.

    En Latinoamérica, la aceptación cultural será el verdadero reto. La tradición vitivinícola está asociada a lo social, al brindis compartido, al peso simbólico de una copa. Si el vino sin alcohol logra insertarse en ese imaginario, podría consolidarse como tendencia. Si no, corre el riesgo de quedar en el terreno de la moda pasajera.

    Lo cierto es que los vinos sin alcohol encarnan la tensión entre tradición y modernidad. Las estadísticas sugieren que llegaron para quedarse, impulsados por consumidores que buscan salud, coherencia y experiencias culturales sin sacrificar rituales. El desafío será demostrar que no solo imitan al vino, sino que pueden dialogar con su esencia. Porque más allá de los grados, el vino sigue siendo cultura líquida, un lenguaje compartido que se transforma con cada generación.


    Fotos Unsplash y cortesía

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