miércoles, julio 16, 2025

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    Dos amigos, una sola masa

    Verace Pizza no nació de una estrategia de ‘marketing’ ni de un premio internacional. Nació de la amistad entre dos pizzeros migrantes que decidieron hacer las cosas bien, sin atajos. Su historia es menos sobre trofeos y más sobre mesas hechas a mano, sacrificios silenciosos y un equipo que se volvió familia.

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    Verace Pizza

    No es raro que quienes llegan por primera vez a Verace Pizza esperen otra cosa. Quizás un local más grande, un formato más solemne, un menú más pretencioso. Pero lo que encuentran es otra cosa: una cocina abierta, un equipo que canta mientras amasa y un ambiente que no responde a fórmulas. No hay espectáculo armado. No hay manuales. Solo dos tipos —Marco y Leonardo— que hacen pizza con la misma intensidad desde hace más de una década.

    Verace no nació como un restaurante. Primero fue un servicio de catering improvisado en patios, jardines y terrazas. Ellos hacían la masa, la llevaban en neveras prestadas y se adaptaban a las cocinas de los clientes. Ese fue su primer laboratorio. Luego, vino el horno, comprado con esfuerzo, y un pequeño local que no estaba pensado para atender público. Era un punto de producción, pero la demanda creció. Pusieron una mesa. Después otra. Una se rompió. La gente empezó a hacer fila en la calle. Así nació el primer Verace.

    La historia se cuenta mejor desde la relación que los une. Marco llegó antes a Panamá. Era socio de una pizzería en la que Leonardo fue contratado como ayudante. La primera noche que trabajaron juntos, Marco supo que no era un ayudante más. “Es este”, dijo. Desde ese momento se volvieron inseparables. Leonardo trabajaba de día en la pizzería y de noche en otro empleo. Marco lo esperaba fuera para llevarlo, aunque fuera al otro turno. Lo convenció de dejar el segundo trabajo. Le dijo que había algo más grande en camino. No era un plan de negocios. Era una convicción.

    No hay nostalgia ni frases grandilocuentes cuando lo cuentan. Hablan de rodar maceteros de cemento con palos, de cargar sacos de harina, de pegar mesas con sus propias manos la noche antes de abrir. En el primer local pusieron papel oscuro en las ventanas. La gente no sabía qué había adentro. Cuando abrían la puerta, había 20 personas esperando. “Parecía algo ilegal”, dicen entre risas.

    Esa etapa los marcó. “El negocio que crece despacio, crece fuerte”, les dijo un amigo empresario. No lo olvidaron. No aceleraron. En vez de invertir en decoración, compraban lo que el negocio necesitaba. Esperaban dos meses más si era necesario para comprar el horno que les gustaba. Nunca eligieron lo barato. Eligieron lo correcto. No hicieron branding. Hicieron pizza.

    La marca de harina con la que hoy trabajan los descubrió cuando apenas compraban tres sacos por semana. La relación se construyó como todo en su historia: paso a paso. Con esa misma marca viajaron a ferias en Milán, Las Vegas, Nueva York y La Habana. Amasaron en competencias, participaron en capacitaciones y trajeron a Panamá a campeones mundiales para compartir su experiencia. No buscaban el spotlight. Querían aprender.

    Verace como forma de vida

    Cuando hablan de Verace no usan palabras como “empresa”, “marca” o “producto”. Dicen “casa”, “familia”, “nosotros”. El equipo de trabajo no es rotativo. Algunos están con ellos desde hace más de diez años. Los conocen por nombre, historia y personalidad. A muchos los han formado desde cero. Lo mismo sucede con los socios. En la sucursal de Costa del Este incluyeron a un amigo cercano, alguien de confianza absoluta. No hay jerarquías rígidas. Todos cocinan, todos sirven, todos limpian.

    Por eso mismo han decidido no crecer más allá de lo necesario. Tienen dos locales en Panamá. No quieren abrir franquicias ni replicar el modelo fuera del país. Temen que la esencia se pierda. “Cuando creces demasiado, la calidad baja. Nosotros no queremos eso”. Lo que buscan es mantener la experiencia intacta. Que cada cliente entre a Verace y sienta que está entrando a la cocina de alguien que realmente disfruta lo que hace.

    El reconocimiento llegó, sí. Participaron en campeonatos internacionales, fueron seleccionados como una de las 100 mejores pizzerías del mundo y se ganaron el respeto de la comunidad gastronómica. Pero el premio no cambió nada esencial. Las pizzas siguen saliendo con formas irregulares, según como caiga la masa esa noche. Si sale ovalada, va a la mesa igual. “Eso es lo bonito del trabajo artesanal”, dicen.

    Y mientras otros piensan en diseño de interiores y listas de espera, ellos siguen afinando detalles como el rebote del sonido en el salón o la logística del delivery. Hablan del menú con respeto, pero sin solemnidad. No hay obsesión por el plating perfecto. Lo importante es el sabor, la textura, la cocción. Lo que sí cuidan al milímetro es la calidad de los ingredientes. Harina con germen de trigo y aceite extraído en frío, levaduras vivas. No usan aditivos. No hacen concesiones.

    Los clientes lo notan.  Las filas no paran. En el primer local algunos comensales esperaban bajo la lluvia con paraguas, vino en mano y ropa formal. “Eso nos daba pena”, admiten. Por eso abrieron el segundo local, para que esa espera fuera más cómoda. Pero, incluso ahí, la filosofía es la misma: todo hecho por ellos, sin terceros ni contratistas. Las mesas del nuevo local también las hicieron ellos. Cada detalle, cada cambio, cada ladrillo tiene historia.

    Cuando se les pregunta por el futuro, sonríen. Ya tienen nuevos planes en marcha. No los dicen, pero aseguran que el próximo año habrá algo importante. Lo único que adelantan es que ya están pidiendo permisos y que esa pared donde hoy cuelgan los reconocimientos aún tiene espacio para más. Les  interesa la guía L’Arcimboldo, los pinceles dorados, las certificaciones italianas. Pero no por el trofeo. Por el camino.

    Caminan hasta el local cada día. Ven carros estacionados antes de abrir. A veces hay gente esperando desde las 5:30 p.m. Lo asumen con humildad y no lo entienden del todo. “Yo no haría fila”, confiesan. Pero agradecen. Agradecen a quien espera, a quien regresa, a quien recomienda. Agradecen al que manda fotos de la fila por WhatsApp. Saben que no es común. Lo viven como una bendición.

    Quizás la mejor definición de Verace es esa: un restaurante donde se amasa, se canta, se trabaja y se comparte. No hay chefs detrás de una ventana. No hay un dueño en una oficina. Hay dos tipos que un día decidieron hacer pizza bien hecha. Y la siguen haciendo.


    Fotos por Aris Martínez y cortesía

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