“La realidad supera la ficción”, dice Olga Lucía Yepes, psicóloga clínica con 15 años de experiencia en el acompañamiento emocional de niños y adolescentes. Y lo repite con convicción tras ver el primer capítulo de Adolescencia, la miniserie de Netflix que ha incomodado y conmovido a padres, maestros y terapeutas. La historia —que retrata la radicalización de un adolescente que termina cometiendo un acto violento— puede parecer un guion extremo, pero para Yepes es apenas una radiografía amplificada de lo que está ocurriendo en muchas casas donde hay presencia, pero no acompañamiento.
“Uno cree que porque el hijo está en el cuarto, en casa, está seguro. Pero ¿qué pasa detrás de esa puerta?”, se pregunta. En Adolescencia, el protagonista se siente rechazado por su entorno, por su físico, por sus pares, encontrando refugio en foros y grupos en línea que validan su frustración con discursos de odio. “Ese niño no está loco”, dice Olga Lucía. “Es un adolescente con un trastorno de autoimagen, sin herramientas emocionales y con una construcción de identidad basada en comunidades digitales tóxicas. Es el resultado de una crianza donde los padres no logran ver el riesgo que hay en la soledad digital”.
La serie retrata con crudeza una verdad incómoda: muchos adolescentes no se están formando en la escuela ni en casa, sino en internet. Allí no solo encuentran pertenencia, sino también sentido de propósito —aunque sea distorsionado—. Lo que más inquieta a Yepes no es el drama como tal, sino la forma en que este ocurre “a la vista de todos”. La mamá está ahí, pero no está. Hay comida, techo y colegio, pero no hay conexión emocional. “Estamos criando hijos que lo tienen todo, menos contención”, afirma.
Los tres pilares irrenunciables
“Estamos criando desde la herida”, dice Olga Lucía Yepes sin rodeos. Y en esa frase se condensa buena parte del dilema contemporáneo de la paternidad. Padres y madres que fueron formados bajo esquemas rígidos y verticales —donde el miedo solía confundirse con respeto—, ahora se enfrentan al desafío de educar sin repetir el daño que recibieron. “El problema es que en el intento de no traumarlos, terminamos desdibujando la crianza”, afirma.
Hoy, en nombre del amor, se cede ante el berrinche, se relativiza el límite, se posterga el conflicto. “La crianza moderna ha confundido conectar con complacer”, advierte Yepes. Y ese desliz, aparentemente menor, ha hecho que muchos adultos teman perder el afecto de sus hijos si ejercen autoridad. “El miedo al rechazo ha desplazado el ejercicio de rol. Se han igualado las jerarquías y eso es un error estructural. Los niños no necesitan un mejor amigo, necesitan un adulto confiable que los guíe”.
A partir de su experiencia clínica y de familia, Olga Lucía identifica tres pilares irrenunciables en todo proceso de crianza: límites, conexión y habilidades para la vida.
“No se trata de criar niños obedientes, sino adultos funcionales. El vínculo no se improvisa: se construye con límites, conexión emocional y habilidades para enfrentar la vida”.
Los límites son el primer ancla. No como castigo, sino como marco de contención. “Poner un límite no es gritar. Es decir: aquí termina lo que puedes hacer. Es establecer el borde desde el amor. El límite protege”. Para ella, los límites deben empezar desde los 18 meses, cuando el niño empieza a descubrir su autonomía, y deben evolucionar con la edad. “No es el mismo límite a los 2 que a los 12 o a los 18. Pero siempre debe haber uno. Porque si no los aprenden en casa, la vida se los va a imponer con violencia”.
La conexión, por su parte, es lo que permite que ese límite no se viva como abandono ni como rechazo. “Conectar no es negociar tu lugar como madre o padre. Es mostrar interés real, estar presente, mirar más allá del comportamiento. Si un niño explota, la pregunta no debe ser solo ‘¿qué hizo?’ sino ‘¿qué le falta aprender para afrontar eso de otra manera?”.
Y el tercer pilar es quizás el más olvidado: enseñar habilidades para la vida. “Muchos padres se concentran en prohibir sin enseñar. Decimos ‘no hagas esto’, pero no les mostramos el cómo sí. La crianza debe preparar para la ausencia. No vamos a estar siempre ahí. Y si no les enseñamos a tolerar la frustración, a posponer el deseo, a manejar la ansiedad, el mundo les va a parecer insoportable”.
Por eso, para Olga Lucía, Adolescencia no es solo una serie provocadora. Es una advertencia. Un espejo. Y también una oportunidad: “Estamos a tiempo de cambiar el foco. No se trata de criar niños obedientes, sino adultos funcionales”.
La adolescencia como territorio sin manual
Para entender lo que ocurre en esta etapa vital, hay que mirar el cerebro. Entre los 13 y los 18 años se produce un proceso conocido como poda neuronal, en el que las conexiones sinápticas que no se utilizan con frecuencia se eliminan, y otras, más eficientes, se fortalecen. Es un momento decisivo. Y también vulnerable. “El adolescente busca placer inmediato, validación social y construcción de identidad. El aumento en la sensibilidad a la dopamina explica en parte su atracción por experiencias intensas, por las redes sociales, por todo lo que estimule rápidamente”, explica la psicóloga.
A esto se suma el fenómeno del desacoplamiento adaptativo: ese instante en el que el hijo deja de idealizar a sus padres y empieza a verlos con ojos críticos. “Es una ruptura necesaria. Sólo así puede empezar a diferenciarse. Pero muchos adultos no están preparados para esa distancia emocional. Se lo toman como un rechazo personal y, en vez de acompañar, se retiran”.
La paradoja es compleja. Mientras los adolescentes claman por independencia, necesitan más que nunca un adulto presente. No intrusivo, pero sí disponible. No reactivo, sino capaz de sostener el desequilibrio sin dejarse arrastrar por él. “Estar en casa no es suficiente. El acompañamiento no se mide en metros, sino en intención”, enfatiza Yepes.
El protagonista de la serie no está solo, pero está solo. Su madre lo ve, pero no lo observa. Él forma parte de comunidades online misóginas donde recibe sentido de pertenencia a cambio de renunciar a su humanidad. “Estos grupos funcionan como tribus digitales que deforman la autoestima. Les enseñan que ser vulnerable es ser débil, que el rechazo justifica la violencia. Es una identidad construida desde el resentimiento”.
Y es allí donde se juega una de las preguntas más incómodas para cualquier padre o madre hoy: ¿desde dónde se están definiendo mis hijos? ¿Qué voces están llenando el silencio que yo dejé? “No basta con que estén en casa. Hay que entrar a ese cuarto, a ese mundo, sin invadirlo. Con preguntas, con escucha real, con una presencia que no juzgue, pero que tampoco aplauda cualquier cosa”.
La adolescencia no es una guerra. Es un proceso. Y como todo proceso, necesita guía, constancia y una dosis alta de humildad. “Porque no vamos a controlarlo todo”, advierte Olga Lucía. “Pero sí podemos estar ahí para cuando empiece a temblar”.
Yepes deja claro que no hay recetas. No hay secuencias lineales ni garantías. La crianza es una tarea llena de matices, contradicciones y caminos que cambian a mitad de trayecto. “El gran error es creer que tenemos el control”, afirma. “Y más aún, que debemos tenerlo”.
Adolescencia no debe verse como un thriller oscuro ni como una exageración audiovisual. Es, según Olga Lucía, una advertencia sobre lo que ocurre cuando los adultos dejan vacíos que otros —algoritmos, influencers, discursos extremistas— se encargan de llenar. “No es que seamos malos padres. Es que a veces, por miedo o por cansancio, soltamos demasiado pronto”.
La mayoría de los padres llega a la adolescencia de sus hijos con miedo. Miedo a perderlos, a no saber qué hacer, a que todo lo sembrado no haya servido. Pero lo cierto, dice Yepes, es que el vínculo se construye mucho antes. “Los límites no empiezan en la adolescencia. La conexión no se improvisa. Las habilidades para la vida no se descargan de internet. Todo eso se siembra desde que el niño tiene dos años y empieza a decir no”.
Desde la psicología clínica, ella propone hablar no de control, sino de factores protectores. No como escudos infalibles, sino como anclas emocionales que fortalecen a los hijos frente a la incertidumbre. Entre ellos, destaca tres: una disciplina sostenida, ya sea física, artística o intelectual, que les enseñe esfuerzo y tolerancia al fracaso; una dimensión espiritual, no necesariamente religiosa, pero sí conectada con el sentido de trascendencia; y una relación donde haya escucha sin juicio, donde el hijo sepa que puede hablar, aunque sepa que habrá consecuencias.
“Una buena crianza no evita el dolor. Enseña a enfrentarlo. Si no aprenden a esperar ni a tolerar el fracaso, el mundo les parecerá más hostil”. Por eso, Adolescencia no es una ficción alarmista, sino una alerta. No denuncia a un culpable, sino que revela lo que no se dijo a tiempo. “No fallamos por falta de amor, sino por no saber cómo convivir junto al dolor”.
Criar hoy es estar. Es sostener el rol cuando todo alrededor dice que ya no sirve. Y aceptar que no se trata de moldear, sino de acompañar. “Porque ese hijo, aunque tenga 50 años, va a seguir necesitando un lugar seguro al que volver”.
Fotos cortesía Netflix