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    El papa que rompió el molde

    Jorge Mario Bergoglio asumió su misión sin buscarla, lideró sin ruido y conmovió sin promesas. Francisco transformó el papado con gestos simples, palabras complejas y una fe que incomodó tanto como reconcilió.

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    El 13 de marzo de 2013, la plaza de San Pedro se encontraba abarrotada de fieles expectantes. La fumata blanca que emergía de la chimenea de la Capilla Sixtina anunciaba la elección de un nuevo pontífice. Cuando el cardenal Jean-Louis Tauran pronunció las palabras “Habemus Papam”, el mundo entero se detuvo para escuchar el nombre: Jorge Mario Bergoglio. El cardenal argentino, hasta entonces arzobispo de Buenos Aires, se convirtió en el primer papa latinoamericano y jesuita de la historia. Su elección marcó un hito significativo en la Iglesia católica, reflejando una apertura hacia nuevas perspectivas y regiones del mundo. 

    Al aparecer en el balcón de la Basílica de San Pedro, el nuevo papa eligió el nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asís, el santo italiano del siglo XIII conocido por su vida de pobreza, humildad, amor por la naturaleza y dedicación a los pobres. Esta decisión fue influenciada por unas palabras del cardenal brasileño Claudio Hummes durante el cónclave: “No te olvides de los pobres”. Con esto en mente, el papa decidió centrar su pontificado en los valores de simplicidad, justicia social, cuidado del medio ambiente y paz, emulando la vida de San Francisco de Asís. 

    Desde el inicio de su papado, Francisco mostró un estilo pastoral sencillo y cercano. Rechazó los ornamentos tradicionales, como la muceta roja y los zapatos rojos, y optó por una vestimenta blanca simple y un anillo de plata en lugar del de oro. Además, decidió residir en la Casa Santa Marta en lugar del Palacio Apostólico, buscando una vida más austera y accesible. Estas elecciones reflejaban su deseo de representar una Iglesia menos ostentosa y más orientada al pueblo. 

    Su mayor revolución fue la forma. En tiempos de ruido, eligió el silencio. En medio del juicio, eligió escuchar. Y frente a la historia, eligió caminar sin corona.

    Francisco destacó por su sencillez, sentido del humor y su capacidad para conectar con las personas. Utilizó un lenguaje sencillo y gestos simbólicos para acercarse a los fieles; visitó cárceles, consoló a niños y abrazó a marginados, mostrándose siempre como un líder accesible y humano. Como lo expresó el sacerdote Gustavo Carrara —hoy obispo auxiliar de Buenos Aires— en una entrevista con La Nación de Argentina, “Francisco ya era el papa de la periferia cuando todavía no era papa”.

    Su formación jesuita marcó profundamente su visión del mundo: disciplina, voto de obediencia y una especial inclinación hacia el discernimiento interior. Pero, también, una desconfianza hacia los ostentadores del poder. Como provincial de los jesuitas en Argentina durante la dictadura militar, atravesó uno de los episodios más controvertidos de su historia: las acusaciones de haber sido ambiguo en su defensa de dos sacerdotes secuestrados por el régimen. Aunque los testimonios de muchos lo absolvieron con el tiempo, esa sombra lo acompañó durante años. El periodista Sergio Rubin, biógrafo oficial, afirmó en una entrevista con Infobae que “nadie puede entender a Francisco sin conocer su dolor y su silencio de esos años”.

    Esa experiencia temprana moldeó un liderazgo más introspectivo, pero también más comprometido. Como papa, insistió en que “los pastores deben oler a oveja”, e invitó a los obispos y sacerdotes a salir de las sacristías y encontrarse con la gente. Bajo su pontificado, la Iglesia asumió un tono menos moralista y más compasivo. Aparecieron frases que sacudieron al mundo católico: “Si un gay acepta al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, o “Quiero expresar mi vergüenza”, ante la respuesta de la Iglesia católica a las víctimas de abuso sexual. 

    Un hombre comprometido con su causa

    A los pocos meses de su elección, Francisco dejó claro que no había llegado para custodiar un museo, sino para empujar las puertas de una Iglesia que —en muchos rincones del mundo— se había vuelto lejana y autorreferencial. Su primer gran documento, la exhortación apostólica Evangelii Gaudium fue una declaración de principios: una Iglesia “en salida”, dispuesta a equivocarse en el intento de llegar a todos, antes que atrincherarse en su propio temor. “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por haber salido a la calle, antes que una Iglesia enferma por encierro”, escribió con un tono más pastoral que doctrinal, más de cura de barrio que de príncipe del Vaticano.

    Ese espíritu de apertura se tradujo en hechos. En octubre de 2019, convocó al Sínodo de la Amazonía, un evento inédito no solo por su temática ecológica, sino por su inclusión de líderes indígenas y mujeres religiosas en el debate. Fue un paso simbólico hacia una Iglesia más descentralizada y más atenta a las voces de sus periferias. “El papa nos escucha. No es un gesto para la foto, sino un acto de justicia”, señaló Patricia Gualinga, defensora indígena del pueblo sarayaku, en una entrevista con El País tras su participación en Roma.

    Pero, fue en temas morales donde más se evidenció la tensión entre tradición y cambio. Francisco no modificó doctrinas fundamentales, pero sí alteró el tono y el orden de prioridades. Frente al aborto, el matrimonio igualitario o la eutanasia, mantuvo las posiciones tradicionales, pero insistió en que no debían monopolizar el discurso católico. “Ya no podemos seguir insistiendo solo en cuestiones relacionadas con el aborto, el matrimonio homosexual o el uso de anticonceptivos”, afirmó en Evangelii Gaudium. “El anuncio misionero se concentra en lo esencial, lo más bello, lo más grande, lo más atractivo”.

    Esa forma de comunicar le ganó apoyos y rechazos por igual. Mientras medios como The New York Times lo aclamaban como “el reformador que el catolicismo necesitaba”, otros sectores dentro de la Iglesia lo acusaban de sembrar confusión. El cardenal Raymond Burke, uno de los opositores más férreos, lo señaló públicamente por “dar lugar a ambigüedades peligrosas”, en una carta abierta de 2016.

    Pese a las críticas, Francisco se mantuvo fiel a su principio de discernimiento: no imponer, sino acompañar. En 2021, autorizó la publicación del documento Amoris Laetitia, que permite a algunos divorciados vueltos a casar recibir la comunión, en función de un análisis caso por caso. Para muchos, era un cambio de época. “Con Francisco, el confesionario volvió a ser un lugar de misericordia, no un tribunal”, opinó el sacerdote chileno Felipe Berríos en una entrevista con La Tercera.

    Francisco no cerró la puerta a nadie. Más bien, la dejó entreabierta, consciente de que algunos se asomarían con recelo y otros entrarían corriendo. La Iglesia ya no era solo cátedra; volvía a ser también camino.

    Entre la cruz y la curia

    Detrás de cada gesto de cercanía, de cada abrazo a un niño o cada beso a una herida, hubo una lucha interna muchas veces silenciosa. Francisco no solo heredó el trono de Pedro; heredó una institución minada por escándalos, resistencias y estructuras anquilosadas. Su pontificado, a diferencia de lo que muchos imaginaron al inicio, no fue un paseo pastoral. Fue, en muchos momentos, una batalla cuerpo a cuerpo con los fantasmas del Vaticano.

    Una de las primeras tormentas se desató con los intentos de reforma de la Curia Romana, el aparato administrativo del Vaticano. El papa sabía que el cambio no sería fácil, pero lo abordó con determinación. En 2022, promulgó la constitución apostólica Praedicate Evangelium, una reorganización de la curia que priorizaba la misión evangelizadora por encima del control burocrático. El nuevo texto reemplazó al anterior, vigente desde tiempos de Juan Pablo II. “La Iglesia no es una aduana”, dijo Francisco durante una audiencia general en 2021. “El Evangelio no es un sistema de control; es una puerta abierta”.

    Pero esas puertas, al abrirse, también dejaron entrar oposición. El ala más conservadora del Vaticano —que había tolerado las reformas de Juan Pablo II y soportado el perfil más académico de Benedicto XVI— encontró en Francisco una figura incómoda. No tanto por lo que decía, sino por lo que desafiaba: el privilegio, la distancia, el poder no examinado. “Muchos prefieren el perfume del incienso al olor de las periferias”, escribió el teólogo italiano Vito Mancuso en La Repubblica.

    Uno de los momentos más álgidos ocurrió con la publicación de la carta del arzobispo Carlo Maria Viganò en 2018, acusando al papa de encubrir al excardenal Theodore McCarrick, implicado en abusos sexuales. La carta fue una bomba mediática: Viganò no solo pedía la renuncia del papa, sino que lo vinculaba con una supuesta red de protección a clérigos corruptos. Francisco, en una respuesta que sorprendió por su serenidad, eligió el silencio: “Lean la carta atentamente y juzguen ustedes mismos”, dijo a los periodistas en el vuelo de regreso desde Irlanda.

    Las reformas contra los abusos sexuales en la Iglesia fueron una prioridad dolorosa. En 2019, convocó a una cumbre global con obispos de todo el mundo para establecer normas más estrictas. La creación del motu proprio Vos estis lux mundi impuso la obligación de denunciar abusos y protegió a denunciantes dentro del clero. Pero, para muchos sobrevivientes, como Juan Carlos Cruz —víctima de abuso en Chile y hoy parte de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores—, el proceso fue lento. “Al principio me sentí traicionado por Francisco. Luego, cuando me escuchó, entendí que estaba aprendiendo a escuchar”, dijo en una entrevista con CNN en 2021.

    El político

    La figura del papa Francisco emergió no solo como líder espiritual, sino como una de las voces morales más escuchadas —y más desafiadas— del siglo XXI. En una era de líderes ruidosos, Francisco habló con pausas, con gestos, con silencios que pesaban más que algunos discursos de Estado. Su mensaje traspasó las fronteras de la Iglesia: se dirigía a creyentes y no creyentes por igual.

    Desde el principio, entendió que su pontificado debía tener resonancia más allá de lo religioso. La encíclica Laudato Si’, publicada en 2015, fue un hito inesperado: una carta apasionada por la defensa del planeta, que fusionaba teología, ciencia y denuncia política. “La tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería”, escribió sin eufemismos. El texto fue alabado por líderes como Barack Obama y Angela Merkel, y citado incluso por organizaciones ambientalistas laicas. Como señaló Christiana Figueres, exjefa de la Convención de la ONU sobre Cambio Climático, en una entrevista con The Guardian, Laudato Si’ logró lo que ninguna cumbre había logrado: hacer del cambio climático una cuestión espiritual”.

    No fue la única vez que Francisco habló cuando otros callaban. En 2021, se convirtió en el primer papa en visitar Irak, país devastado por guerras, persecuciones religiosas y la ocupación de Estado Islámico. Allí, en las ruinas de Mosul, frente a iglesias derrumbadas por el terror, pronunció uno de los discursos más conmovedores de su pontificado. “La fraternidad es más fuerte que el fratricidio”, dijo, con una entonación que parecía rezar más que declamar.

    En el plano geopolítico, sus gestos no siempre fueron comprendidos. Su diálogo prudente con China despertó críticas de quienes esperaban una condena más firme a las violaciones de derechos humanos. “Yo no puedo cortar los puentes que se deben construir”, respondió en 2022, cuando fue cuestionado por periodistas en su vuelo de regreso desde Kazajistán. Esa diplomacia lenta, vaticana, a veces críptica, contrastó con la urgencia de algunos contextos.

    Pero, quizás el momento más simbólico de su liderazgo internacional ocurrió durante la pandemia de COVID-19. El 27 de marzo de 2020, en una Roma vacía, bajo la lluvia, el papa caminó solo hacia una plaza de San Pedro completamente desierta. Allí, en un acto inédito, dio una bendición “Urbi et Orbi” extraordinaria. La imagen se volvió icónica. “Parecía un hombre solo con el mundo en los hombros”, escribió el fotógrafo italiano Alessio Mamo para Time. En medio de la desolación global, Francisco no ofreció certezas, sino consuelo. Y esa fue, quizás, su forma más poderosa de ejercer el poder.

    No fue un papa mediático en el sentido clásico. No buscó rating ni titulares. Pero, en medio del estruendo de los algoritmos, supo hacerse escuchar. No con gritos, sino con propósito.

    Panamá: juventud, esperanza y encuentro

    La brisa tropical de enero aún traía consigo restos de la temporada navideña cuando, en 2019, el papa Francisco aterrizó en Panamá. No era un viaje diplomático ni un acto litúrgico más: era la Jornada Mundial de la Juventud, y el país centroamericano se convertía por unos días en el epicentro de la fe católica mundial. A sus 82 años, con una agenda agotadora y el mundo sobre sus hombros, Francisco llegó sonriendo. “El futuro tiene rostro joven, y ustedes son la esperanza de un mañana mejor”, dijo en su primer discurso en suelo panameño, en el Palacio Bolívar.

    La elección de Panamá no fue casual. Fue la primera vez que una JMJ se realizaba en Centroamérica, y su organización representó un esfuerzo monumental de la Iglesia local, el gobierno y miles de voluntarios. Pero más allá de la logística, Francisco vio en esta cita la oportunidad de reafirmar un mensaje que había venido esbozando desde su elección: el cambio real no vendrá de estructuras, sino del corazón joven de las personas.

    Durante su visita, el pontífice mostró su lado más pastoral. En el Centro de Cumplimiento de Menores Las Garzas de Pacora, compartió espacio con adolescentes privados de libertad, escuchó sus historias y confesó personalmente a varios de ellos. “No se dejen encasillar por sus errores. Ustedes no son lo que hicieron, son más que eso”, les dijo. Fue uno de los momentos más conmovedores del viaje, y también uno de los más reproducidos por la prensa panameña. Como escribió la periodista Sabrina Bacal en TVN Noticias: “Nunca un gesto tuvo tanta carga simbólica en tan poco protocolo”.

    También fue histórica su visita a la Catedral Basílica Santa María La Antigua, recientemente restaurada, donde consagró el altar con óleo y oraciones. Allí habló de las mujeres de fe de la región, de los abuelos, de la comunidad que sostiene sin que nadie lo vea. “Francisco tiene una sensibilidad latinoamericana que conecta con nuestras raíces. No es un visitante, es alguien que nos entiende”, comentó el sociólogo y sacerdote panameño Rafael Fernández, en entrevista con La Estrella de Panamá.

    Más de 700.000 personas asistieron a la misa de clausura en el campo San Juan Pablo II. La imagen fue desbordante: un mar de banderas, cantos en decenas de idiomas, lágrimas, abrazos. Francisco parecía pequeño sobre el altar, pero su voz resonó con fuerza: “Ustedes no son el futuro, son el ahora de Dios”.

    Su paso por Panamá dejó más que anécdotas. Dejó una pedagogía de la cercanía, una espiritualidad del encuentro. “El papa vino, pero sobre todo se quedó”, dijo al cierre el entonces arzobispo José Domingo Ulloa. Y quizás eso explique por qué, aún hoy, hay quienes sienten que aquella visita no terminó del todo.

    Devoción y duda

    Francisco fue, para millones, el pastor que les devolvió la fe en una Iglesia herida. Para otros, fue una figura ambigua, que navegó entre discursos de inclusión y estructuras que cambiaban más lento de lo esperado. Su pontificado, como su estilo, fue terreno de contrastes: amado y resistido, seguido con devoción y cuestionado con vehemencia. Pocos líderes espirituales, en tiempos recientes, provocaron tal amplitud de reacciones.

    En América Latina —su tierra natal— fue recibido como uno de los suyos. No solo hablaba español, sino que pensaba como un latinoamericano: con la historia de la pobreza a cuestas, la injusticia como telón de fondo y la esperanza como impulso. En países como Paraguay, Perú y Colombia, sus visitas se vivieron como eventos nacionales. “Lo sentí como un hermano mayor que viene a mirar de cerca cómo estamos”, expresó la teóloga colombiana Carmiña Navia Velasco en una entrevista con El Espectador. Su tono, sus gestos, incluso su humor porteño, lo acercaban más al pueblo que a los púlpitos.

    Pero esa cercanía, que en el sur era virtud, en otros contextos fue vista con recelo. En Estados Unidos, por ejemplo, sectores conservadores lo acusaron de “debilitar la doctrina” y de “confundir a los fieles”, como lo señaló el columnista George Weigel en National Review. En Europa, algunos lo consideraron excesivamente populista. En África, fue criticado por no haber asumido una posición más firme en conflictos locales. Francisco no buscaba agradar a todos. Sabía que, como él mismo dijo en Amoris Laetitia, “el tiempo es superior al espacio”.

    Internamente, su figura generó una división latente dentro del catolicismo. Las encuestas mostraban una paradoja: su popularidad personal superaba la de la institución que representaba. Según un estudio de Pew Research Center en 2023, el 83 % de los católicos del mundo tenía una imagen positiva de Francisco, pero solo el 54 % consideraba que la Iglesia estaba avanzando en los cambios que el papa promovía. Había una desconexión entre su mensaje y su implementación.

    Francisco no cambió dogmas, cambió el tono. Dejó la cátedra para habitar la calle, y en esa transición muchos vieron herejía; otros, por fin, reconocieron esperanza.

    En el ala más progresista de la Iglesia, también surgieron frustraciones. Mujeres católicas organizadas en comunidades de base reclamaban que la apertura de Francisco no llegara al diaconado femenino. Teólogos como Hans Küng —quien llegó a reconciliarse con Roma en los últimos años de su vida— reconocían el cambio de tono, pero señalaban su “prudencia excesiva ante estructuras claramente superadas”.

    Y, sin embargo, su figura seguía convocando. Francisco fue capaz de generar ese tipo de adhesión que no depende del dogma, sino del afecto. El escritor argentino Martín Caparrós, en una columna para El País, lo definió como “el papa de los que no creían en los papas”.

    Tal vez su mayor virtud fue esa: no imponer una fe, sino ofrecer un reflejo. Uno en el que los creyentes encontraban consuelo, y los no creyentes preguntas que merecían respeto. Francisco insistió en repetir: la autoridad no es un privilegio, es una forma de servicio. Desde que asumió, rompió con el molde de un pontífice imperial. Renunció a vivir en el Palacio Apostólico. Mantuvo su nombre de pila. Se negó a usar la cruz de oro. Y cuando le preguntaban por el poder, respondía con ironía: “El único poder del papa es el de lavar los pies”.

    No hubo beatificaciones exprés. No hubo proclamas ni llanto ceremonial. Pero sí hubo lágrimas sinceras, mensajes cruzados entre jóvenes que una vez lo escucharon en una plaza, entre religiosos que aprendieron a desaprender, entre no creyentes que encontraron en él una voz con la que podían dialogar sin temor.

    Para algunos cardenales, Francisco fue un revolucionario disfrazado de abuelo bueno. Para otros, un reformista tímido que no llevó sus ideas al extremo. Para millones, fue simplemente “el papa que me hablaba a mí”. Tal vez esa fue su mayor transformación: personalizó una institución que durante siglos fue impersonal. Hizo del papado una figura que camina, que ríe, que se equivoca, que duda. Que no corona, pero abraza.

    Cuando su muerte fue anunciada, no hubo una sensación de vacío institucional. Hubo, más bien, una especie de recogimiento íntimo, como si el mundo se hubiera dado permiso para hacer silencio. Francisco no había venido a hacer historia, aunque lo hizo. Había venido a recordarnos que lo esencial no es visible en los títulos ni en los mármoles ni en los dogmas. Que lo esencial, al final, sigue siendo caminar junto al otro. Aunque sea bajo la lluvia.


    Fotos de Aris Martínez y AFP

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