Visitar La Haya siempre había estado en mis planes como una parada cultural en los Países Bajos. Pensaba en instituciones clásicas como el Mauritshuis, con su célebre La joven de la perla de Vermeer, o en pasear por la arquitectura solemne de la ciudad que acoge al Gobierno neerlandés y a la Corte Internacional de Justicia. Y, entonces, aproveché un viaje reciente a Ámsterdam para conocer de primera mano esa célebre ciudad. A tan sólo hora y media de Ámsterdam, recorriendo extensas planicies por magníficas autopistas, llegamos a La Haya. La ciudad inicialmente no defraudó y se presentó antes nosotros tal cual imaginábamos, pero lo que no esperaba era que un museo de automóviles, escondido en un rincón verde de la ciudad, me sorprendiera de tal forma que se convirtiera en el recuerdo más vívido de mi estancia: el Museo Louwman.

Realmente fue una sorpresa inesperada y mi hallazgo fue casi accidental. Un taxista, al saber de mi interés por los autos clásicos, me recomendó apartar unas horas y visitar “el mejor museo de coches del mundo”. Al principio pensé que exageraba y que sería una de esas atracciones para turistas que está en las guías de viaje; sin embargo, al cruzar las puertas de un moderno edificio de ladrillo rojo diseñado por el arquitecto estadounidense Michael Graves, entendí que estaba ante algo especial.
Lo primero que me impresionó fue el silencio protocolar y casi reverente con el que se recorren sus salas. Todo visitante parecía más un estudioso que un turista, y es que realmente no es un simple garaje con reliquias mecánicas: es una narración de más de 130 años de historia automotriz y el legado de un coleccionista local visionario.

La historia del museo está íntimamente ligada a la familia Louwman. Su origen se remonta a 1934, cuando Pieter Louwman, un importador de automóviles en los Países Bajos, adquirió un Dodge 1914 para su colección privada. Ese gesto sencillo y pasional fue el inicio de lo que hoy se considera la colección privada de automóviles más antigua del mundo.
Tras años de adquisiciones minuciosamente seleccionadas, la pasión del señor Pieter contagió a su hijo, Evert Louwman, quien amplió el legado con una visión más ambiciosa: no solo acumular vehículos, sino contar una historia cultural y tecnológica a través de ellos. Bajo su dirección, la colección creció hasta superar los 275 automóviles, cuidadosamente seleccionados no solo por su rareza, sino también por el papel que jugaron en la evolución del diseño, la industria y la sociedad.
Caminar entre las piezas de la colección del Louwman es como atravesar las páginas de una antigua enciclopedia ilustrada. Una de las piezas que más me impactó fue el Swan Car de 1910, un extravagante vehículo en forma de cisne blanco construido en Inglaterra, cuya carrocería parece salida de un cuento de hadas. Fue encargado por un maharajá indio y, más allá de su estética, encarna ese momento en que el automóvil era también un objeto de arte y estatus.
Cada automóvil del Louwman encarna diseño, innovación y legado, mostrando cómo la ingeniería transformó el siglo XX y la sociedad.
Otra joya es el Spyker 60 HP de 1903, considerado el primer coche de carreras con motor de seis cilindros y tracción a las cuatro ruedas. Este modelo holandés anticipó innovaciones que hoy son parte de la vida cotidiana en la industria automotriz.
La colección incluye también reliquias de competición, desde bólidos de Fórmula 1 hasta vehículos que corrieron las míticas 24 Horas de Le Mans. No faltan ejemplares con historias cinematográficas, como el Jaguar E-Type que encarna la elegancia británica de los años sesenta, o coches que pertenecieron a personajes históricos como Winston Churchill.
Lo que distingue al Museo Louwman es su capacidad de mostrar más que coches, y hacerlo como parte de una historia viva y situar cada automóvil en un contexto cultural. Cada sala está diseñada como un capítulo: los pioneros de finales del siglo XIX, la época dorada del diseño art déco, los autos de guerra, los deportivos de posguerra, hasta llegar a los modelos contemporáneos.
Además, hay un espacio para la relación entre el automóvil y las artes gráficas. La colección de carteles publicitarios, miniaturas y accesorios completan la experiencia, mostrando cómo la cultura del automóvil transformó la estética del siglo XX, siendo hoy en día un testigo viviente de la simbiosis entre la tecnología e innovación, con una sociedad aspiracional.
Salí del museo con una sensación de descubrimiento inesperado y, a pesar de que visitar La Haya suele asociarse con diplomacia, arte clásico y arquitectura institucional, el Museo Louwman demuestra que la ciudad guarda también un tesoro secreto para amantes del motor y la ingeniería mecánica que buscan experiencias únicas.

No importa si uno es apasionado del motor o simplemente curioso: este museo es un viaje en el tiempo que conecta la historia tecnológica con la cultural y social. Recomendaría a cualquier viajero que, al planear una visita a La Haya, reserve unas horas para conocer este lugar.
El Museo Louwman no solo muestra automóviles, sino que gracias a la dedicación de una familia, celebra la creatividad humana, la innovación y la capacidad de soñar sobre ruedas. Y para mí, que llegué allí casi por azar, fue el mayor regalo que me dio la ciudad.
Fotos por José Ramón Mena