Por años, los viajes laborales tenían una lógica simple: volar, cumplir agenda, regresar. El ocio era una excepción que casi se hacía a escondidas. Hoy, esa frontera se rompió. El bleisure —esa mezcla de business y leisure— dejó de ser “una nueva tendencia” para convertirse en arquitectura urbana, estrategia de destino y motor económico para las ciudades que se dieron cuenta de que el viajero corporativo ya no quiere elegir entre trabajar y disfrutar: quiere ambas cosas y está dispuesto a pagar por ello.
Los números explican mejor que cualquier eslogan por qué el bleisure ya no puede tratarse como moda. Solo en 2024 movió unos US$692.700 millones, y las proyecciones lo sitúan creciendo a 17,8 % anual hasta 2035. El gasto promedio por viaje supera ampliamente al turista puramente vacacional. Y el perfil del consumidor no es marginal: millennials y Gen Z, generaciones que hoy toman decisiones de negocio, talento y estilo de vida. Para ellos, viajar por trabajo pero quedarse dos o tres días extra ya no es indulgencia, sino parte de una vida profesional híbrida, global y móvil. Esa normalidad obliga a ciudades, aeropuertos, hoteles y gobiernos a reconfigurar cómo entienden el turismo y el trabajo.
Cuando una tendencia se vuelve infraestructura económica, deja de serlo. Eso es exactamente lo que pasó con el bleisure, aunque no todas las ciudades se subieron a esta ola con la misma velocidad ni la misma lucidez. Algunas lo vieron venir temprano y actuaron en consecuencia. No como campaña de marketing, sino como planificación urbana y económica.

Singapur, por ejemplo, nunca pensó en el bleisure como un segmento decorativo. Lo integró al diseño de la ciudad. Movilidad impecable, gastronomía de alto nivel, museos, centros culturales, espacios verdes en medio del distrito financiero, y un aeropuerto —Changi— que es parte de la experiencia, no un trámite. El ejecutivo puede cerrar una reunión en Raffles Place, comer en un hawker center, visitar una galería y terminar con un coctel frente al Marina Bay sin perder tiempo. La ciudad está programada para eso: trabajar bien, disfrutar mejor y moverse sin fricción.
En Dubái, el bleisure es prácticamente política de Estado. Visas para estadías híbridas, hotelería que combina coworking y ocio, un calendario permanente de convenciones, conectividad con casi cualquier punto del planeta y una oferta de entretenimiento que se renueva cada temporada. Dubái entendió que el viajero de negocios no busca únicamente un buen salón de reuniones: busca una razón para extender la estadía. Y se la dieron.
Ciudades portuguesas como Lisboa y Oporto aprovecharon otra lógica: la del “bleisure accesible”. Buena conectividad desde Europa, una vida urbana vibrante, costos razonables, gastronomía potente y clima amable. Lo que antes era un destino turístico se transformó en un imán para profesionales que viajan por un congreso, workshop o reunión estratégica, y deciden quedarse unos días más porque la experiencia fluye sin complicaciones.
En América Latina, Ciudad de México se volvió un caso de estudio. El ecosistema gastronómico explota, la hotelería se está adaptando a espacios híbridos, la conectividad con la región crece, los eventos culturales no cesan y la ciudad ofrece algo que para el bleisure es fundamental: actividad permanente. El viajero no tiene que buscar qué hacer; la agenda le pasa por encima.
Está también Miami, donde el bleisure dejó de llamarse así porque simplemente es la forma natural de viajar: clima, arte, compras, gastronomía, reuniones, citas financieras, eventos y playas en un radio accesible. No se promociona como tendencia porque ya está integrado al ADN urbano.

Lo que la región puede aprender
El bleisure funciona cuando tres capas se alinean: conectividad, actividad y narrativa urbana. Sin esas tres piezas, la tendencia se queda en un hashtag atractivo pero sin impacto económico real.
Primero, la conectividad. No es tener vuelos: es tener frecuencias que permitan combinar agendas laborales con ocio sin complicar la logística. Horarios nocturnos, rutas multilaterales, aerolíneas dispuestas a vender el viaje híbrido como parte del paquete. Por eso Singapur, Dubái o Miami están donde están, porque su aeropuerto es parte del producto.
Segundo, la actividad permanente. El viajero bleisure no busca un destino que “ofrezca algo”, sino uno que lo haga siempre. Congresos, ferias, exposiciones, gastronomía curada, festivales, deporte, cultura. Una ciudad que no tiene agenda no tiene bleisure. Por eso Lisboa, Oporto o Ciudad de México funcionan: son motores culturales en rotación constante.

Tercero, la narrativa, algo que muchas ciudades subestiman. Para atraer al viajero híbrido, el destino necesita una marca urbana coherente y sostenida en el tiempo: ¿qué promete?, ¿qué tipo de experiencia se vive?, ¿qué tipo de profesional se siente identificado con esa historia? El bleisure exige autenticidad, no folclor empaquetado. Esa autenticidad es la que permitió que Miami y CDMX se convirtieran en fenómenos globales sin necesidad de sobreexplicarse.
Panamá está en un momento particularmente interesante porque reúne condiciones que pocas ciudades de la región tienen al mismo tiempo: hub aéreo robusto, centro financiero consolidado, cercanía inmediata con la naturaleza, una ciudad compacta, una escena gastronómica que despunta, el auge del Casco Antiguo como espacio cultural, y una ola de reconocimiento internacional que incluye su posición en el Expat Insider 2025 como mejor país para vivir.
Si un destino quisiera diseñarse desde cero para bleisure, la maqueta se parecería mucho a Panamá. El país ya está probando los beneficios del turismo híbrido con el
stopover de Copa, los grandes eventos corporativos y el crecimiento de la agenda cultural. Pero todavía no se apropia del concepto bleisure como motor económico, como sí hicieron Singapur y Dubái. Ahí está la oportunidad: no es turismo barato: es turismo de alto valor. Es una forma distinta de atraer talento, inversión y reputación.
Este fenómeno ya no es tendencia. Las tendencias pasan. Esto no. Se consolidó como una nueva forma de entender el trabajo, la movilidad y el ocio de las economías modernas. Cuando una ciudad logra que trabajar y disfrutar convivan sin fricción, no solo atrae viajeros. Atrae futuro.
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