Viajar a Bogotá desde Panamá toma menos tiempo que llegar a Coronado un viernes a las 5 p.m. Y, sin embargo, este salto corto tiene el poder de resetearte el alma. Cada vez que digo que voy a Bogotá, me llueven listas de amigos por WhatsApp con tips secretos, reservaciones que no debo dejar pasar, o esa dirección que nadie quiere que se riegue. Yo tengo la mía en Google Maps. Se llama MUERDE BOGOTÁ, y aquí van unas mordidas ya conocidas y otras nuevas.
“Una sola ciudad, muchas almas: Bogotá cuenta
las historias de todo un país desde un solo lugar”.
Este recorrido te enmarca el arte gastronómico, pero no te lo disecciona. No te hablaré de técnicas ni de colores ni mucho menos de mi opinión. Lo que pasa aquí es tan especial que prefiero no contártelo todo. Solo te describo el cuerpo —el contorno— para que te animes a ir y vivirlo con todo el tuyo.
Leo
Los menús degustación son ese chance especial y repetido que tienen los cocineros —que muchas veces también son artistas— de ponerte algo en la mesa que va más allá de algo para morder. Puede ser una experiencia divertida, una historia contada a bocados o simplemente un momento bonito para compartir. Cada quien lo interpreta a su manera.
En el caso de Leo, lo que se sirve viene con peso e identidad propia. Una mezcla de oficio, intuición y recorrido personal alrededor del mundo, como una aventura que se siente desde antes que te llegue el primer plato.

Lo que llega es una instalación artística viva, servida por partes, con pausas que se sienten como si alguien te contara un cuento largo en voz baja. Como en cualquier cuento, hay sorpresas, momentos de confusión que te hacen querer volver a escuchar, y momentos de felicidad.
Cada paso del menú te habla de su camino, de su país y de la manera en que ha decidido apropiarse de la cocina. Aquí, si vas con una mente dispuesta, hay un sube y baja hermoso que te sorprende. Lo de Leo es maestría con raíces bien extendidas.
El espacio te prepara para escuchar sin hablar, y los platos (que llegan por unas dos horas) van revelando capas de biodiversidad y simbolismo colombiano con una precisión que emociona. Yo no me sentí en un restaurante, me sentí en una galería gastronómica.
La sala de Laura
Una vez que termina la experiencia en Leo, si aún te queda hambre de curiosidad, justo arriba está La Sala de Laura. Pero, ojo, aquí se viene a beber historia destilada.
En este bar de autor, Laura Hernández Espinosa crea con botellas lo que su madre hace con cucharas. Aquí no se esconde el sabor del alcohol tras juguitos o siropes. Aquí el protagonista es el destilado, que sale de alambiques colombianos, de saberes de campo que comunican con el mayor respeto, y de materias primas de origen que han ido recogiendo a punta de relaciones personales por todo el país.

Aquí meto el enfoque de “mezclar para representar ecosistemas”.
Cada coctel tiene una estructura, una voz clara. Nada está ahí por llenar un vaso. Y aunque Laura confiesa que lo sigue perfeccionando, para mí ya está en el punto justo para migrar y no ser deportado en cualquier capital del mundo.
Afluente
Este restaurante vive en una casa del barrio Chapinero y no es casual. Chapinero es ese lugar de Bogotá donde lo joven y lo ancestral se dan la mano. Y Afluente es un ejemplo de eso: una cocina que parte desde los páramos y baja a la ciudad con un discurso tan delicado como salvaje.
Jefferson García, su chef, se sube a los páramos cada semana con parte de su equipo. Suben a pie, en carro, con termos, canastas y cuadernos. Buscan ingredientes, acompañados de especialistas con los que hacen acuerdos y, por supuesto, también conocimiento. Le hablan al frailejón —planta emblemática de los páramos colombianos— que puede captar hasta 5 litros de agua por día a través de sus hojas velludas, ayudando a regular el ciclo hídrico y alimentar acuíferos que abastecen a más de 12 millones de personas en Colombia. También al musgo y a la tierra mojada. Y vuelven con hojas, hierbas, frutas, raíces… y muchas ideas para plasmar en la carta que ofrecen a todo el que los visita.
Ese constante cambio de ambiente en el que suben y bajan los empuja y mantiene creativos. Salen de su restaurante para que la naturaleza haga su trabajo.
Este restaurante no se queda en lo lindo del producto. Lo que hacen es construir desde la investigación un menú que respeta lo que da la montaña, sin tanto disfraz. Lo presentan con orgullo, con emoción, como quien quiere decirte: “Mira lo que tenemos y lo que podemos hacer con ello sin perderle el alma”.
Ahora: el encuentro entre cocineros
Lo más potente de Bogotá hoy no está solo en los platos, sino en la forma en que los cocineros están creando comunidad. En esta visita fui testigo de un diálogo genuino entre generaciones, entre visiones que se tocan y se admiran.
Leonor Espinosa habla de Jefferson como una voz propia. Dice que su cocina no es de autor, sino de lugar. Que su propuesta resignifica el territorio sin traicionarlo. Que su alianza con él no es solo entre cocineros, sino entre maneras de habitar el país.
Jefferson, por su parte, se emociona al hablar de Leo y Laura. Recuerda cómo lo apoyaron desde su primer proyecto (Oda), cómo lo visitaron sin buscar prensa, cómo le dieron confianza. Hoy colaboran. Hacen eventos juntos. Comparten escenarios. Y esa generosidad, ese respeto, es parte esencial de lo que se cocina en Colombia.
Desde masa madre hasta arte local: más paradas para explorar
Híbrido
Algo completamente obligatorio antes de empezar con restaurantes cuando viajo es siempre buscar panaderías con alma de bistró. En Bogotá ese lugar es Híbrido. Aquí la masa madre es el hilo conductor en sus servicios que arrancan en la mañana y van hasta final de la tarde.
Unos huevos con envuelto de mazorca, la coliflor con queso Paipa (que tiene denominación de origen), y un café espresso que no presume de ser de especialidad, pero tiene una acidez media que enamora y que no encuentro en muchos lados. Es ese espacio curado donde sientes que todo está pensado y que te comes con la mayor naturalidad.
Café Diosa
Te recibe con un olor a pan tostado y algo más: amasijos. Palabra bella que en Colombia significa bocaditos de masa: almojábanas, pandebonos, envueltos. Y aquí los sirven con café bien preparado de origen.
Galería SGR
Bogotá no solo te alimenta por la boca. También te entra por los ojos. Y para eso está Galería SGR, un lugar con mucho poder en una zona poco visitada por turistas, pero rica en propuestas culturales.
Esta galería trabaja con arte contemporáneo latinoamericano y su programa curatorial es fuerte, comprometido, con obras que invitan a pensar y a sentir. Dos artistas para que no te pierdas:
Lorena Torres, cuya obra conecta con su identidad caribeña. Ella dice: “Con mis pinturas reconozco mi herencia cultural y redescubro la forma de ver el mundo desde la mirada del Caribe… surreal, ardiente, arenoso”. Y eso es exactamente lo que uno siente frente a sus piezas. En casa somos dos padres orgullosos de dos de sus nacimientos.
Colectivo Mangle, compuesto por María Paula y Diego Álvarez. Ellos trabajan con madera, pero no hacen muebles. Transforman materia en preguntas: ¿esto es arte?, ¿es diseño?, ¿es un objeto?, ¿es un concepto? Lo que hacen tiene cuerpo, textura y discurso. Pura belleza.
Fotos cortesía