Hay lugares que no necesitan presentación; solo una invitación a disfrutar de lo bueno. Uno está en Lima, se llama Cosme, y parece haber encontrado una receta creativa que muchos buscan: repetibilidad sin aburrimiento. El otro está en Arequipa y no tiene un solo nombre, sino muchos. Son las picanterías. Esos templos poderosos del sabor popular que, aunque muy celebrados, siguen siendo para muchos un concepto más que una vivencia.
Cosme cumple diez años y sigue sabiendo a barrio. Desde la entrada se siente esa energía que solo logran los equipos comprometidos, los que no están improvisando. Es un restaurante que no necesita cambiarlo todo para sentirse fresco. La carta evoluciona, pero muchos platos se quedan, porque hay clientes que siempre vuelven y piden lo mismo, y James Beckenmeyer lo sabe. Su liderazgo es de esos raros que no gritan: guía con pausa, escucha y deja fluir. Puntual, sensible y confiado en su gente —como Andrea Suárez, su jefa de cocina—, James ha construido un espacio que mantiene su propio ritmo.
Cuando me piden recomendaciones para cualquier lugar del mundo, me lo tomo bien en serio y hago un par de preguntas que funcionan como filtros primero para luego recomendar. En el caso de Cosme, solo lo recomiendo porque, casi seguro, caerás bien parado. Como hace poco con mi amiga empresaria Natalia Rivera y su esposo, que luego de haber comido me dicen: “Superbien atendidos. Nos aconsejaron muy bien a la hora de pedir ya que queríamos mil cosas y nos lo redujeron. Eso se valora muchísimo. Acabamos con una buena mezcla y todo llegó en un buen orden y a su tiempo. Muy fluido”.
Aunque vivimos una ola de fine dining y transformaciones que muchas veces se sienten halada de los pelos, Cosme se mantiene en su centro. El secreto está en la mezcla: la visión de James, la retroalimentación constante de sus comensales más fieles y la capacidad de dar sabrosura familiar.
A casi 2,300 metros de altura, en Arequipa, hay otro universo de la sabrosura. Uno donde el almuerzo no es comunidad. Las picanterías —ese formato que muchos comparan con las fondas de mi país, pero que tienen muchas más capas como una buena cebolla— nacieron como espacios masculinos donde se iba a beber chicha, que es el fermento del maíz, y a evitar la borrachera con algo picante. Así nacieron los “picantes”; el estofado que acompañaba. Pero lo que empezó como excusa para seguir bebiendo se convirtió en una institución.
Lo curioso es que, aunque nacieron en un sistema patriarcal —cocinaban las mujeres, pero el espacio era casi exclusivo de hombres—, hoy son ellas las que lideran. En su gran mayoría, las picanteras son herederas, custodias y transformadoras de una cocina que resiste. Y cada una lo hace a su manera. Eso es parte del encanto: no hay un solo formato, no hay un solo sabor. Lo que lo hace repetible es, justamente, que nunca es igual.
La rutina de una picantería tiene sus turnos. Primero, al mediodía, se sirven las grandes ollas con el estofado del día. Un solo plato. Rápido, contundente y perfecto. Luego, viene el otro turno: el de la carta. Y ahí cambia el público, cambia el ritmo, cambia hasta la música. En algunos lugares, como el de Mónica Huerta en Nueva Palomino, se sirve a hasta 300 personas al día, mientras en paralelo se ofrece un museo vivo: se explica el proceso de la chicha, se enseñan ingredientes y se siembra la semilla de lo que muchos olvidan que es el origen.
En otro extremo, probamos ubre, testículos, patita y tripa de cordero en un guiso diario que costaba $4. Y estaba tan bien hecho que todos los ingredientes cantaban juntos como si fueran uno. En platos así se nota que acá se cocina para la comunidad, porque esa misma es la que la mantiene viva.
“Desde hace más de 40 años, Zaida Villanescas honra la tradición picantera arequipeña con guisos que no necesitan ninguna introducción ni despedida”.
Como me menciona James: “Platos como el adobo o el chupe de camarones nos inspiran no solo por su historia, sino por la calidez con la que siempre llegan a la mesa”. También esa conexión esperada entre Cosme y las picanterías: el rocoto relleno con salsa de papa, plato clásico del Perú que ambos abordan a su manera.
Así que, si vas a Lima, hazme caso: agarra un vuelo corto, de hora y media, y pasa al menos dos noches en Arequipa. No solo para comer, sino para entender, contar e inspirar a otros con tu experiencia.
EL DATO
Dónde quedarse
Hotel CIRQA – Relais & Château
Dónde comer
Restaurante Chicha
Fotos cortesía