En enero de 2025, apenas unos días después de asumir su segundo mandato, Donald Trump sorprendió al mundo con la creación de una nueva entidad federal: el Departamento de Eficiencia Gubernamental, mejor conocido como DOGE. Bajo la dirección del empresario Elon Musk, este organismo se propuso una misión clara y controversial: reducir el tamaño del Estado, eliminar agencias consideradas “innecesarias” y reestructurar el gasto público bajo principios de eficiencia empresarial.
Desde su concepción, DOGE ha sido tanto aclamado como atacado. En sus primeras semanas, implementó recortes significativos, como la clausura de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y la eliminación de más de 12.000 puestos administrativos en distintas oficinas federales. La medida más sonada, sin embargo, fue la cancelación de un contrato de ocho millones de dólares del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas que, según Musk, representaba un ahorro proyectado de $8.000 millones. La cifra fue ampliamente cuestionada, pero su valor simbólico fue suficiente para posicionar a DOGE como el nuevo emblema del gobierno conservador de Trump.
DOGE no es un ministerio ni una agencia tradicional, sino una comisión especial con capacidad ejecutiva y acceso directo a la Oficina Oval. Su poder se basa en la autorización presidencial para intervenir estructuras federales, realizar auditorías internas exprés y proponer recortes que, en muchos casos, han sido implementados sin pasar por el Congreso. Para sus defensores, DOGE representa un renacimiento del gobierno racional y una necesaria poda del “Estado obeso”. Para sus críticos, es una herramienta de desmantelamiento institucional con dudoso sustento técnico y legal.
Un análisis de la Escuela de Gobierno de Harvard, publicado a un mes de su creación, advierte que DOGE combina un enfoque ultraempresarial con una visión de eficiencia que prescinde de los matices sociales que normalmente acompañan la política pública. El informe destaca que si bien DOGE ha logrado ahorrar recursos, lo ha hecho a costa de servicios sensibles, como salud, educación y programas de desarrollo internacional.
Pero el debate sobre DOGE no se limita a Estados Unidos. En América Latina, donde el gasto público ineficiente y las burocracias infladas son males comunes, no son pocos los líderes políticos y analistas que se preguntan si algo similar podría ser replicado.
DOGE busca reestructurar el Estado con lógica empresarial. Su impacto y viabilidad despiertan debate en América Latina y el mundo.
Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), las ineficiencias en el gasto público en la región alcanzan hasta un 4.4% del PIB, equivalentes a 220.000 millones de dólares anuales. Estos “desperdicios” incluyen sobrecostos en infraestructura, nóminas clientelistas, duplicidad de funciones entre niveles de gobierno y subsidios mal focalizados. En ese contexto, un organismo que revise estructuras, simplifique procesos y reordene prioridades suena atractivo.
Sin embargo, importar el modelo DOGE a América Latina no sería tarea sencilla. Las condiciones políticas e institucionales en la región son notablemente diferentes. En muchos países, los organismos de control son débiles, las decisiones del Ejecutivo suelen estar limitadas por complejas coaliciones y las reformas administrativas profundas tienden a naufragar frente a la presión de sindicatos, partidos políticos y clientelas históricas.
Más aún, la legitimidad de un organismo como DOGE depende de una combinación rara: poder presidencial fuerte, credibilidad técnica y una narrativa de urgencia que justifique medidas impopulares. Trump logró eso gracias a su estilo disruptivo y a una narrativa de “rescate nacional”. En América Latina, donde los liderazgos están mucho más cuestionados, y donde la desigualdad social es un factor explosivo, una política de recortes drásticos podría generar más inestabilidad que eficiencia.
Eso no significa que la región deba resignarse a sus males administrativos. Países como Chile y Uruguay han avanzado en procesos de meritocracia y gestión por resultados en el sector público. El éxito chileno en educación y salud, por ejemplo, ha estado vinculado a la selección profesional de directivos públicos mediante concursos transparentes. Colombia ha experimentado avances en la digitalización de trámites y transparencia presupuestaria, y México ha iniciado ejercicios de presupuesto basados en desempeño.
Más que un “DOGE latinoamericano”, lo que la región necesita es una combinación de tres elementos: instituciones técnicas autónomas, voluntad política sostenida y participación ciudadana en la vigilancia del gasto público. Una entidad similar a DOGE podría ser útil si actúa como catalizador de reformas técnicas y no como brazo ejecutor de ideologías de austeridad sin contexto.
El caso DOGE deja, además, una lección importante: la eficiencia no es solo un asunto de recortes, sino de prioridades. Una administración más eficaz no siempre significa un Estado más pequeño, sino un Estado más inteligente, que sepa dónde invertir y cómo hacerlo.
Fotos AFP