El frío fue lo primero que lo descolocó. No la política ni la agenda diplomática ni la cascada de reuniones que esperaba en la capital. Fue Boquete: una brisa inesperada, una montaña que contradice la imagen clásica de Panamá como país de calor y costa, y un aire tan helado que le dio una lección que hoy cuenta entre risas. Aunque fue la sexta provincia que visitó —una de sus giras más recientes y no las primeras—, terminó convirtiéndose en una de sus historias favoritas.
“La primera vez que yo fui a Boquete… no llevé abrigo”, recuerda. “Terminé en La Reina comprando una muda… por 28 dólares”.
La escena es simple, doméstica y ligeramente cómica, pero en su sencillez revela el estilo de un embajador que observa antes de hablar, que se sorprende sin pudor y que se relaciona con la vida cotidiana de un país sin formalismos innecesarios. Un diplomático que se fija tanto en la temperatura del clima como en la temperatura política. Un hombre que disfruta caminar, que prueba un ceviche sin protocolo y que, a pesar del peso del cargo, conserva una actitud abierta, cercana y sin imposturas.
No es usual ver a un embajador moverse así, sin la solemnidad tradicional del puesto. Pero esa apariencia relajada forma parte de su método: una diplomacia basada en la cercanía, construida desde el terreno, que privilegia el contacto humano como punto de partida para entender lo geopolítico. Es poder blando sin discurso, pero con resultados.
Boquete no fue una “primera impresión”, sino la confirmación de algo que ya venía descubriendo en cada provincia: Panamá es mucho más diverso —y más complejo— de lo que imaginaba. “Cuando piensas en Panamá no piensas en montañas, más bien piensas en el canal, las playas, la ciudad”, admite. Aun así, el país lo sorprendió y mover los pies por su geografía le permitió ver capas que no aparecen en los informes oficiales.

“Camino seis kilómetros diarios… es una manera de conocer la ciudad mejor a pie que metido en un carro”, dice. Sus caminatas, esas sí sin cámaras, son parte de un ejercicio personal para leer a Panamá desde el ritmo real de sus calles. En cambio, sus giras oficiales a provincias sí incluyen fotógrafos, prensa y equipo diplomático; las caminatas son solo para observar sin filtros.
La juventud engaña. Detrás del tono relajado hay un político con una trayectoria sólida en gestión pública y comercio internacional. No tiene “más experiencia que un diplomático de carrera” —una comparación que él mismo evita—, pero sí trae una experiencia distinta, formada en ciudades complejas, aeropuertos, infraestructura y decisiones de alto impacto económico.
Antes de llegar al país fue comisionado del condado Miami-Dade, una plataforma política ─a la que llegó por votación popular─ enorme, tensa y altamente estratégica, donde presidió la comisión que maneja el aeropuerto internacional, uno de los más importantes de Estados Unidos, y fue vicepresidente del Consorcio de Comercio Internacional de Miami-Dade, cuya misión es convertir al condado en una auténtica escala global del comercio. Desde esa oficina se tejen relaciones con gobiernos extranjeros, se impulsa el entendimiento cultural y se abren rutas que conectan a Miami con los mercados que mueven la economía del mundo. Es una plataforma pensada para abrir puertas, atraer inversión y posicionar al condado como un punto inevitable en el mapa del intercambio internacional.
“Creo que fueron ocho misiones, a Japón, Sudáfrica, Inglaterra, Santo Domingo, Irlanda”, recuerda. Esas giras le dieron una visión práctica de cómo se mueve el mundo: rutas aéreas, incentivos logísticos, acuerdos, puertos, aeropuertos y decisiones que pueden transformar regiones enteras.“Tratamos de conseguir la ruta aérea de Tokio a Miami, porque una ruta así trae todo tipo de comercios”.
Para Panamá —un país cuyo destino económico depende del movimiento de barcos, aviones, bancos, mercancía y datos— esa experiencia es invaluable. Él mismo traza el paralelo: “Miami dicen que es el gateway de las Américas, pero Panamá es la capital de las Américas ya cuando estás en las Américas. Tienes a Copa, el sector marítimo que conecta el mundo entero y el sector bancario más grande de la región”.
Su mirada está moldeada por ese mundo donde cada decisión —una ruta, un tratado, un acuerdo, un incentivo— puede mover millones. Por eso entiende mejor que muchos diplomáticos tradicionales el valor simbólico y económico de un hub, y por eso interpreta a Panamá no como un país pequeño, sino como un punto neurálgico, un nodo que amplifica.

Economía, política y oportunidad: la lectura del embajador
Lo interesante de la conversación con el embajador Cabrera es que no responde como tecnócrata ni como ideólogo. Responde como alguien que ha gestionado ciudades, aeropuertos, rutas, crisis y agendas, y que por eso detecta las oportunidades más allá del discurso.
Cuando se le pregunta dónde están las oportunidades económicas del país, su respuesta es simple, pero cargada de intención: “Creo que están en el sector logístico, en el sector bancario… y veremos qué ocurre con la minería. Ese era el 5 % del GDP cuando existía. Creo que también hay oportunidades en muchos sectores y creo que están en una posición crítica”.
Es una lectura pragmática que no se enreda en tecnicismos. Reconoce la necesidad de reordenar la economía, de recuperar sectores detenidos y de aprovechar la coyuntura del nearshoring. También marca distancia: no promete, no interviene, no sugiere reformas. Señala tendencias. Permite que Panamá lea entre líneas.
Su visión política es igual de directa. Sin grandilocuencia, afirma que esta administración estadounidense ha reenfocado su atención en el hemisferio: “Por muchos años estuvimos preocupados en otras partes del mundo. Ahora ha habido un reenfoque en este hemisferio, asegurando que nuestros amigos estén prosperando igual que nosotros”.
En ese marco, Panamá ocupa un lugar particular: “Mientras mejor les va a nuestros amigos como Panamá, nos va mejor a nosotros”.
La frase funciona en ambos niveles: es cordial, pero es estratégica. No solo habla de cooperación; habla de interdependencia. Y en un continente donde China ha aumentado su presencia, la lectura es inevitable.
El embajador lo dice sin diplomacia excesiva: “Asegurar que las influencias malignas, sea el Partido Comunista, China u otros, estamos ayudando a sacarlos de la región porque sabemos que no han contribuido nada bien al crecimiento de la región y el hemisferio y, francamente, son un riesgo para la prosperidad, para la democracia, la transparencia, el orden y la ley”.
“Construir es mucho más difícil que destruir”, dice el embajador, convencido de que la relación Panamá–Estados Unidos
se fortalece con cercanía, acciones concretas
y una diplomacia que camina un territorio.
No es común escuchar esa frase con tanta franqueza en una entrevista relajada. Pero ahí está. Revela un objetivo claro: Panamá es un aliado prioritario y una plataforma donde lo que está en juego es más grande que bilateralidad.
Sin embargo, es importante notar algo: nunca lo dice desde el alarmismo, sino desde una narrativa de afinidad cultural. Su argumento es sencillo: Panamá y EE.UU. ya se parecen, ya se entienden, ya comparten valores.
“Habla con un panameño… cada tercera palabra es spanglish. No te dicen que algo es difícil; te dicen que algo es tough”.
Es ese consejero cercano empático que no se impone, sino que insinúa. No se proclama, se muestra. Panamá es receptivo a Estados Unidos no porque se lo digan, sino porque ya vive en esa intersección lingüística, cultural y económica.
El embajador lo recalca sin forzar: “Es como si nunca me hubiera ido de Miami”.
Es ahí cuando el perfil se vuelve revelador: no es solo la historia de un diplomático, sino de un país que convive naturalmente con la influencia estadounidense, incluso cuando no la percibe.

Panamá–Estados Unidos: una relación que se fortalece caminando
Si hay un hilo que une toda la entrevista es este: la relación bilateral ya no se sostiene solo en tratados, bases históricas o episodios pasados. Hoy se sostiene en gestos concretos, en presencia territorial, en cooperación visible, en política de proximidad.
El embajador lo resume así: “La relación no está definida por una administración u otra, sino por el pueblo y las relaciones que han existido desde el inicio de Panamá como país”.
Su manera de fortalecer esa relación es práctica: visitar provincias, entregar mochilas, instalar filtros de agua, apoyar proyectos comunitarios, escuchar quejas locales, caminar.
“Hemos viajado a siete provincias, hecho entregas, ayudado con mochilas, filtros, puentes peatonales”.
No se trata de filantropía improvisada, sino de estrategia. Diplomacia de territorio.
En un contexto global donde las potencias compiten no solo por tratados, sino por corazones y confianza, el método funciona.

Por eso insiste tanto en caminar: “Caminar el causeway… ver barcos entrando al canal… es algo que no puedes ver en ninguna otra parte del mundo”. Para él, caminar no es solo ejercicio. Es aprendizaje. Es diagnóstico. Es política.
Desde esa posición, cuando proyecta la relación a futuro, lo hace con un optimismo que tiene menos de discurso y más de lectura estratégica:
“Lo que imagino es una relación fortalecida, los equipamientos al Ministerio de Seguridad, las operaciones de cataratas, los filtros de agua, las mochilas. Esa es la relación y va a seguir fortaleciéndose con los años». Lo dice sin triunfalismo, pero con claridad: Panamá importa. Panamá pesa. Panamá se ha convertido de nuevo en un punto prioritario para Washington.
Aunque no lo diga explícitamente, queda claro qué se juega en esta relación: estabilidad, comercio, seguridad y un espacio geopolítico clave en un hemisferio que ya no es secundario para nadie.
Cuando se le pregunta cómo quiere que lo recuerden, no duda: “Quisiera que me vieran como una persona que fortaleció la relación entre ambos países, que vino a ayudar a personas necesitadas, que vino a construir, no a destruir”. Entonces cita a Martí:
“Hay unos que nacen para construir y otros que nacen para destruir. Y destruir es mucho más fácil que construir”.
En esa frase está toda su filosofía pública: la diplomacia como obra, no como discurso.
Quizá por eso se mueve con tanta soltura en Panamá. Porque entiende que este país —pequeño en tamaño, enorme en posición— es un lugar donde se puede construir, donde se puede influir positivamente, donde se puede sembrar sin forzar.

Porque sabe que el futuro de la relación entre ambos países se definirá por la capacidad de caminar juntos… casi literalmente.
Su historia en Panamá no se contará solo en reuniones, acuerdos o comunicados. Se contará en los kilómetros recorridos, en las conversaciones pequeñas, en las sorpresas de las montañas, en la forma como interpretó al país más allá de los informes.
Quizá por eso, al final de esta conversación, lo que queda no es solo el embajador, sino el hombre que descubrió que Panamá tiene frío en las alturas. Es el político que reconoce oportunidades donde otros ven límites. Es el diplomático de un país que ha vuelto a mirar al istmo con atención real.
Es, sobre todo, alguien que entiende que el poder más efectivo no siempre viene en forma de tratado o presión. A veces viene en forma de caminata. De un café sin espuma. De un perro que se sube a la mesa en un restaurante de montaña. De una muda de ropa comprada a última hora.
Ahí, en esos momentos simples, se revela el fondo de su manera de hacer diplomacia: influencia por cercanía, por presencia y por humanidad.
Lo demás —geopolítica, economía, rutas aéreas, seguridad, minería, competencia global— se construye sobre esa base. Por eso, cuando se mira hacia adelante, el panorama es claro: la relación Panamá–Estados Unidos no se está redefiniendo en Washington ni en Ciudad de Panamá: es en las calles, en las provincias, en los caminos que se recorren a pie.
Fotos de Pich Urdaneta y cortesía



