A lo largo de su vida, la doctora Carmen Amada Pinzón ha ejercido la medicina como un compromiso profundo, sin desvíos ni adornos. En su forma de hablar —precisa, pausada, sin afectación— se percibe esa coherencia inusual entre lo que se dice y lo que se hace. Una coherencia que ha sostenido durante casi cuatro décadas de ejercicio médico, desde que fundó su clínica en un pequeño consultorio en Punta Paitilla, hasta convertirla en la referencia de dermatología clínica y cosmética del país.
“La ética no se enseña, se vive”, afirma con naturalidad. Y es desde esa premisa que ha construido no solo una carrera médica, sino una vida entera dedicada al cuidado del otro. Sin perderse en modas ni fórmulas publicitarias y mucho menos en promesas vacías.
Nació un 8 de mayo en Macaracas, un pequeño pueblo en la provincia de Los Santos, al sur del cerro Canajagua. Fue hija única, criada por una madre trabajadora y un padre visionario, que sin ser médico titulado ejercía con destreza en un tiempo donde la experiencia y la vocación muchas veces reemplazaban el diploma. “Mi papá era un doctor empírico; ponía anestesia, sacaba muelas, asistía partos, lo hacía todo. Y yo crecí viendo eso con una mezcla de admiración y naturalidad”.
Su madrina, partera del pueblo, completaba el cuadro. Juntas, estas dos figuras forjaron en ella no solo el interés por la medicina, sino la certeza de que servir a los demás podía ser una manera de vivir. “Veía partos desde los cinco años. Me fascinaba cómo lo hacían con tanto cuidado. Nunca me lo impusieron, pero supe que yo también quería sanar”, comentó la doctora Pinzón.
La decisión de estudiar medicina llegó con la convicción de quien no duda. Después de terminar la secundaria en Las Tablas, y tras destacarse como estudiante brillante en una época en que las oportunidades para las mujeres eran limitadas, fue aceptada en la Universidad de Panamá en un programa experimental de alta exigencia académica. “Éramos 140 en el primer grupo. La competencia era feroz. No podías pestañear”, recordó.
Sin embargo, su ingreso a la universidad también marcó el inicio de un periodo difícil. El desarraigo de su familia, la pérdida de su abuelo y un brote severo de acné que afectó profundamente su autoestima, se conjugaron en un momento de prueba. “Pasé de ser una muchacha activa que participaba en todo, a verme con el rostro lleno de marcas. Fue doloroso. Pero también fue decisivo. Ahí nació mi interés por la dermatología”.
Salir para crecer
Al terminar sus estudios, decidió especializarse fuera del país. Su destino fue Brasil, específicamente São Paulo, una ciudad inmensa y exigente. “Fue abrumador. El primer día en la Escola Paulista de Medicina me sentaron frente a un paciente sin mayor explicación. Aprendí portugués sobre la marcha. Aprendí a perder el miedo”. Luego, vendría Buenos Aires, donde profundizó en dermatología cosmética bajo la tutela del doctor Alejandro Cordero, uno de los referentes en la región. “Me tocó estudiar en un país golpeado por la guerra de las Malvinas, pero muy comprometido con la medicina pública. Allí entendí que lo estético también es terapéutico”.
Regresó a Panamá en 1986 y ese mismo año, por casualidad y necesidad, fue convocada a atender a las reinas del Miss Universo. Fue el punto de partida de su práctica profesional en un país que apenas comenzaba a abrirse a la dermatología especializada. Pronto, se mudó a Las Tablas, donde ejerció por un año antes de volver a la ciudad.
“Comencé pagando dos dólares por cada paciente que atendía en una clínica ajena. Lo que ganaba era poco, pero me permitió empezar sin endeudarme, con orden”. Esa forma de ver el trabajo —austera, constante y digna— ha sido una constante en su vida. Nunca se lanzó a crecer por crecer. Siempre se cuidó de que cada paso respondiera a su propósito, no a una expectativa ajena.
“No trato pieles, trato personas. Con historias, con miedos, con dignidad. Aquí cada paciente es atendido como merece: con tiempo, con verdad y con cuidado real”.
Su clínica creció así: sin grandilocuencia, pero con rigor. En 1991, junto con un grupo de médicos con quienes compartía no solo afinidad profesional, sino una amistad cimentada en el respeto mutuo, compró un espacio de 2.000 metros cuadrados para desarrollar un proyecto más ambicioso. “Yo fui la única mujer del grupo y la que menos metros cuadrados compró. Pero ellos siempre me apoyaron. Me esperaron cuando no estaba lista, me ofrecieron ayuda cuando la necesitaba. Son parte esencial de lo que soy”.
Ese núcleo de socios ha perdurado por más de 30 años. Se respetan, se complementan, se respaldan incluso en sus diferencias. “Ellos dicen que soy la del grupo con la cabeza bien puesta. Pero, la verdad es que nos hemos acompañado en todo: en el trabajo, en la enfermedad, en los duelos. Eso no tiene precio”.
El crecimiento de la clínica fue acompañado de una visión muy clara: ofrecer un espacio donde la medicina se ejerciera con calidez y responsabilidad. “Aquí se respeta al paciente, se le escucha, se le dice la verdad. No vendemos ilusiones. Yo no tengo bisturí ni varita mágica, pero tengo experiencia, conocimiento y límites éticos”.
La honestidad: su legado
Una parte central de su legado es esa firmeza con la que ha defendido la ética médica, incluso frente a la tendencia del mercado. “Hay muchas personas que vienen buscando resultados quirúrgicos con tratamientos cosméticos. Yo les explico con claridad qué puedo hacer y qué no. Y si tengo que decir que no, lo hago. No se trata solo de técnica, sino de honestidad”.
La clínica también es escuela. Las colaboradoras que se suman a su equipo reciben formación en confidencialidad, sensibilidad, empatía. “Aquí se enseña que el paciente no es un número ni una cuenta por cobrar. Es una persona con historia, miedos, dignidad”.
Su compromiso con esa visión no ha cedido ni siquiera en los momentos más duros. Sobreviviente de cáncer, la doctora Pinzón continuó atendiendo pacientes incluso durante su tratamiento en Houston. “La quimioterapia me dejaba agotada, con úlceras, sin cejas, sin pestañas. Pero ir a la clínica me ayudaba. Me recordaba quién era. Me daba sentido”.
Durante esa etapa se negaba a usar peluca, por incomodidad y por convicción. Se envolvía el cabello con un pañuelo y, fiel a su estilo, se ponía un sombrero. “No era por estética, era por respeto a mí misma. Yo quería sentirme viva aunque el cuerpo estuviera luchando”.
Su historia no se mide en títulos ni en metros cuadrados, sino en la coherencia con la que ha vivido cada paso de su vida profesional y humana.
Hoy, al cumplir 70 años, la doctora Pinzón no solo dirige una clínica consolidada. También mantiene un vínculo activo con su comunidad. Regresa varias veces al año a Macaracas para apoyar al internado del pueblo y organizar actividades con los niños. “No todo se publica. Pero ayudar me oxigena. Me conecta con la tierra, con mi gente”.
El afecto de sus pacientes es una prueba silenciosa de ese legado. Muchos llegan por recomendación, por confianza. Algunos han sido atendidos por décadas. Otros llegan en momentos vulnerables. Todos encuentran en ella algo más que un diagnóstico. Encuentran una presencia serena, una mirada clara, una escucha sin apuros.
“Uno no puede ejercer la medicina como si vendiera zapatos. No puedes ser frío, distante, impersonal. Una palabra puede cambiar el día de alguien. Una atención genuina puede cambiar su vida”.
La historia de Carmen Amada Pinzón es, ante todo, una historia de integridad. No hay momentos espectaculares ni grandes escándalos. No hay eslóganes vacíos ni mercadeo ruidoso. Hay una línea recta que conecta su niñez entre partos y curaciones rurales, con su presente al frente de una clínica que ha crecido sin perder el alma.
“Yo no quise tener todo a la vez. Fui paso a paso, sin comprometer lo que soy”. Esa frase, quizás, resume el fondo de su mensaje. En tiempos donde lo rápido, lo rentable y lo viral parecen dominar, la doctora Pinzón recuerda que hay otras formas de construir. Que el éxito no está solo en la expansión, sino en la solidez. Que un médico —como una persona— no se mide por sus cifras, sino por su coherencia.
Su historia es también un llamado a mirar con más atención a quienes hacen las cosas bien sin hacer ruido. Porque detrás de una consulta médica, de una sonrisa discreta o de una clínica bien atendida, a veces se esconde una vida entera de compromiso, trabajo y fidelidad a principios que, por suerte, todavía existen.
Fotos de Aris Martínez | Vestuario por La Mantilla